Viajo por trabajo, no sabría viajar de vacaciones y hacerlo solo. Sé que hay gente que sabe viajar sola, pero yo no sé hacerlo. Cuando siempre viajas por trabajo es el propio trabajo quien te protege del fantasma de la soledad. Sin embargo, mi último viaje por trabajo me llevó a la isla de Capri, frente a Nápoles. Fui por trabajo, sí, de modo que iba protegido. Pero por un azar del destino me quedé tres días en la isla y mi trabajo me dejó mucho tiempo libre hasta tal punto que el trabajador que soy devino en turista. Estaba alojado nada menos que en el histórico y centenario hotel Quisisana, en una habitación con terraza frente al mar, pero estaba solo. Paseé por las calles y plazas de Capri, llenas de comercios y tiendas y restaurantes y bares de copas con veladores y sombrillas, llenas de gente en lo más alto de sus preciosas vidas, pero estaba solo. Miré la luna en el azul del cielo, pero estaba solo.
Regresé a la enorme habitación de mi hotel, lloré frente a la gigantesca cama sin una arruga y diez almohadas, pero estaba solo. Me senté en la hamaca de la terraza y la brisa tocó mi cara, pero estaba solo. Intenté leer un libro, pero no lograba pasar de la página 15, porque estaba solo. Volví a salir, a ver el mar desde los miradores famosos de Capri, a ver la gran plancha marina con yates de lujo fondeados en la bahía, pero no sentí sino soledad. Bien es verdad que la belleza le habla más a quien más solo está. Hice cola en la celebrada heladería artesanal Buonocore, pero estaba solo en la cola. Era el único que estaba solo en esa cola. Pero al estar solo también fui el único que se dio cuenta de que es bonito que la gente haga cola en una heladería.

Tan solo me sentí que acerqué mi alma hasta los acantilados de la invisibilidad, como si fuese un ángel. Me tocó mi turno y el dueño de Buonocore presintió mi dolor y eligió por mí los sabores y me habló en español: “Solo uno que está solo reconoce a otro que está solo y sobre todo si tiene más de sesenta años”, me dijo el dueño de la gelateria más famosa de Capri.
Eligió nueces y limón. Las nueces no estaban solas y el limón tampoco, y me fueron acogiendo desde mi lengua, mi paladar, mi alegría. Las nueces, el limón y mi persona, en una danza oscura con la belleza de Capri. Y Hervé Vilard cantaba Capri, se acabó. Era una maravillosa canción de 1966, en donde se decía en francés, porque el amor y el desamor solo se pueden decir en francés, “Capri, c’est fini, nous n’irons plus jamais”. Y me acordé de mi padre y de mi madre, y de cuánto se quisieron.