¿Quién bailará pasodobles?
Cristales de Bohemia
Hace una semana, visité Praga por primera vez. Caí rendido ante tanta belleza. Una ciudad cuidada, pese a su encantador aire decadente, donde todas las arquitecturas encajan: un cúmulo de tejados escarpados libre de feísmo arquitectónico. El corazón europeo que se libró de la destrucción de las guerras. Allí, sentado en el tranco de una tienda de marionetas que hay bajo el puente de Carlos, me explicó mi único amigo checo que en el país es “casi” necesario ir a clase de bailes de salón al cumplir los quince años, si uno quiere mantener cierta reputación y un estatus social elevado. Todo indica que el vals no va a morir pronto.
Después de escucharlo, acuciado por la melancolía que desprenden las calles praguenses, el teatro negro, las constantes referencias kafkianas y alquimistas, me entristecí al pensar que este verano, el 24 de agosto, cuando dé el pregón de mi pueblo —Quesada, “Jándula” en mi última novela—, nadie bailará en la plaza del pueblo pasodobles.
Mis recuerdos de la infancia dibujan agostos cálidos en cuyas madrugadas mis padres y abuelos bailaban agarrados junto a la verbena. Me sé las letras de memoria de aquellos pasodobles: Suspiros de España, Tengo miedo torero, Viva el pasodoble, Mi jaca… Es cierto que no vendría mal una ligera actualización de algunas de sus letras, y una grabación más cercana a los años treinta que a los sinfónicos setenta, ¡y bien que me prestaría a regrabarlos si supiera que luego se van a bailar! Pero me temo que pertenecen a un mundo que se extingue —que, por desgracia, coincide con el de mi infancia. Lo más probable es que, después de que mueran nuestros padres, venga la muerte del pasodoble. Así actúa el paso del tiempo: devora épocas impúdicamente, escenas que solo perduran en la memoria colectiva.
Por si acaso surtiera algo de efecto, aprovecharé mi tesitura de pregonero para pedir este año a la orquesta que toquen algunos pasodobles, y animaré a los lectores venidos del resto de Iberia, y a mis amigos y familiares, a bailar arrejuntados y hacer como que el tiempo no nos está devorando.
Por cierto, ayer vi pasar desde mi balcón madrileño a una muchedumbre que se acercaba al río a bailar chotis. El más joven tendría setenta años.