Este verano he llegado a la conclusión de que siempre me resultará más asequible reservar plaza en cualquiera de los cruceros que surcan los mares de la tierra que comprarme un barco. Esta idea encierra todo mi saber económico y cumple con mi deseo de ser feliz al lado del océano. Así que este mes de agosto he disfrutado de mi segundo crucero, con destino Islandia. Los cruceros no están muy bien vistos porque no tienen glamur como los yates. La única forma de democratizar y compartir con todos y todas el Atlántico es, se ponga uno como se ponga, con un crucero.
De modo que me fui a Islandia. Y me enamoré de Islandia. Vi volcanes crepusculares, tan crepusculares como yo. Vi cataratas ciegas, arrastrando millones de litros de agua de un lado a otro de la enorme Islandia, y me acordé de mi vida pasada, en donde hice lo mismo que las cataratas, solo que con menos ferocidad y con menos volumen del líquido elemento.
Islandia es dios, es lo mejor que me ha pasado en estos últimos trescientos años en los que llevo ejerciendo de vampiro low cost, vampiro light, sin sangre, solo desayunando yogures y comiendo ensaladas, pues somos vampiros sostenibles y ecológicos. Yo acumulo veinte sexenios, porque los vampiros también tenemos vida laboral. Me alquilé un camarote de popa. Y me despertaba todas las mañanas en medio del Atlántico Norte. Y en el piso noveno, como si viviera en un rascacielos. La vida del crucerista es a cuanto puede aspirar la clase media europea, clase media tirando a alta, pero sin ser alta, en esa zona oscura o gris que hay entre lo medio y lo alto.
Los cruceros están mal vistos por la progresía porque la progresía tiene yates, eso es todo. Un crucero también es jerarquía: hay camarotes para todos los gustos; y precios para todos los bolsillos.
Me he enamorado de una isla llamada Islandia. Me he enamorado de un lugar donde la civilización casi no existe
¿Por qué me gustan tanto los cruceros? Pues porque durante diez días me olvido del rey de España, del presidente del Gobierno, del jefe de la oposición, del señor de Waterloo, y sobre todo de Oscar Puente, el monstruo de los trenes españoles. Me olvido de todos ellos y ellas. No se puede cargar con España todo el año. En un crucero la wifi no está incluida, y vale un ojo de la cara una conexión de solo wasaps. Así que la desconexión es obligada. Y cambias, como hecho yo este verano, a España por Islandia.
Me he enamorado de una isla llamada Islandia. Me he enamorado de un lugar donde la civilización casi no existe. Es un lugar en donde solo está presente la belleza absoluta. Lo malo es que el gobierno islandés te cobra 19 euros diarios solo por estar. Islandia, eres muy cara. Y yo, como buen español, muy pobre.