Chilabas y pantalones cortos en la medina
Postal desde Esauira:
A primera hora de la mañana, la calima se ha comido el horizonte. Con la marea baja, la arena aparece prensada. Es el momento de descalzarse y sentir entre los dedos el agua fresca del Atlántico. La bahía se pierde hacia el sur, en una inmensa concha que se asoma sobre los escollos de la isla de Mogador. Hace veintitantos siglos, los fenicios ya desembarcaban en aquel islote descarnado en busca de la preciada púrpura.
Dejo a mi espalda la cinta de torres, almenas y murallas que envuelve la ciudad antigua. También el sólido caparazón del fortín portugués y, a sus pies, la pinza de cangrejo que dibuja el puerto de Esauira.
En la ciudad se instalaron los cónsules extranjeros, con sus mercaderes, y las familias acaudaladas, y los orfebres judíos
Y, aprovechando que el sol todavía no pica, somos unos cuantos, los que paseamos con los zapatos en la mano y nos saludamos. Hacia el sur, solo se ve arena, hierbajos y unos muchachos corren y realizan ejercicios gimnásticos.
Finalmente alcanzo el cabo que cierra la playa. Centenares de aves zancudas descansan con los pies en remojo. Sobre el mar, como un barco fósil, aparecen varadas las ruinas de un antiguo bastión.
Un hombre de tez oscura y peinado rastafari asoma la cabeza de entre el matorral.
-He vivido aquí durante cinco meses, pero hace dos días que me he mudado al pueblo, donde estuvo Jimmy Hendrix.
Esauira, Marruecos
Se despierta un viento que barre el cielo y afila el horizonte. De regreso, la playa está más animada: unos chicos se bañan, los dromedarios esperan la foto, los windsurfistas se han hecho a la mar. El ajetreo también ha tomado el puerto. Acaban de atracar altas barcazas y los pescadores lanzan cajas repletas de rayas, morenas, escualos, merluzas y más pescado que desconozco. Cargan carretillas que salen zumbando hacia la subasta. Justo al lado, varios tenderetes pasan por las brasas la pesca fresca que elige el cliente. Vuelta y vuelta y al plato, acompañada de una ensalada con tomate y cebolla.
Dejo el puerto por una de esas calles rectas. Es algo insólito en un país de medinas tortuosas y debe atribuirse al resentimiento del sultán alauita Sidi Mohammed Ben Abdallah, cuando el puerto de Agadir no se inclinó a sus deseos. Buscó entonces un nuevo emplazamiento y eligió la antigua Mogador, protegida del Atlántico por altas fortificaciones portuguesas. Un ingeniero francés, de nombre Théodore Cornut, diseñó la nueva ciudad. De ahí su nombre, Esauira: “La dibujada”.
Aquí se instalaron los cónsules extranjeros, con sus mercaderes, y las familias acaudaladas, y los orfebres judíos. Hoy son memoria, como los esclavos y el oro de Tombuctú que de aquí despedían. Un nuevo aire, de vacaciones, paseo y mercado, llena hoy de vida sus arterias, salvo al mediodía, cuando ciega la luz blanca de las paredes encaladas. Entonces el tiempo se detiene y por las calles solo circula un aire de siesta, y el viento eterno del Atlántico.
Pero, por poco que decline el sol, la medina vuelven a animarse. Chilabas y pantalones cortos, chicas en camiseta y mujeres de las que solo se ve un ojo, todo fluye. Turistas, bereberes, marroquís de vacaciones, entran, salen, merodean por las tiendas de puertas azules, algunas con dinteles de piedra labrada.
Un chico me entrega unas hierbas.
-Huélelas.
Luego me detalla toda la herboristería.
Otro me acerca un taburete. Es del sur, de Uarzazat, y ha venido para atender la tienda durante el verano. Vende artesanía bereber.
-En casa, dentro de una semana se reúnen las tribus y celebran las bodas. Voy cada año. La fiesta dura cuatro días. Durante el primero, los chicos y chicas se miran. El segundo, se casan y empieza la fiesta. Siempre hay dos orquestas tocando sin parar. ¿Te vienes?
Cae la tarde. El espectáculo se traslada a los bastiones de la Skala. Sus altos muros de piedra carcomida continúan protegiendo a la ciudad del Atlántico. Grupos de mujeres, familias, se sientan en las almenas. Antiguos cañones de bronce continúan apuntando al mar. Barcelona 1790, reza uno, otros provienen de Sevilla, también de Portugal. Orson Welles los aprovechó para rodar Otelo, también Juego de Tronos. Al caer el sol, se llenan los cafés.
La música me acompaña al hotel. Se cuela entre los postigos de la habitación. Música de Bob Dylan y Bob Marley. También de los gnawa, con sus ritmos de más allá del desierto. Antes de acostarme, me asomo a la ventana. Corre una brisa húmeda, cargada de sal y de pescado.