La vida de una familia puede cambiar por completo cuando convive con un perro enfermo. Lo sabe bien Anna De Simone, que lleva quince años compartiendo su día a día con Quick, un galgo que llegó a su casa siendo apenas un cachorro. “Al día siguiente, yo ya estaba desesperada y quería devolver al perro, era un completo desastre, olía fatal, se hacía caca y pipí por todos los rincones, estaba desorientado y lo rompía todo. Estábamos en shock, el bebé perrito y nosotros como familia”, explica la tutora. Con el tiempo, Quick se integró como un miembro más, aunque siempre se mantuvo distante. “Era muy arisco. Y sigue con su personalidad, no ha cambiado, y ahora además es un viejecito”.
La edad y las dolencias han marcado la vida de este galgo, que acumula un historial médico casi interminable: sarna de cachorro, conjuntivitis recurrentes, problemas digestivos, una pezuña rota que quedó torcida, cicatrices de peleas con perros grandes y, además, una enfermedad transmitida por garrapatas que afecta a su corazón y articulaciones. “La verdad es que mi perro convive con varias afecciones y además es ya muy viejecito, se cansa mucho, se fatiga por nada; está delicado de manera permanente y requiere de muchos controles y medicación durante años y más años”, resume De Simone. Y, para más inri, desde hace un tiempo su perro también tiene una serie de trastornos neurológicos.
La veterinaria etóloga Cleydi González explica que casos como el de Quick son un ejemplo de lo que significa convivir con enfermedades crónicas en animales de compañía. “Hay que abordarlo, de entrada, desde dos puntos de vista diferentes. Primero, tenemos que centrarnos en la gestión emocional del tutor humano o de la familia, para que puedan afrontar todas las dificultades que su perro va a generar de la manera más resiliente y llevadera; y, por otro lado, tenemos que encontrar los recursos adecuados para minimizar el dolor del animal que sufre patologías, minimizar su estrés”.
Sin embargo, esa doble perspectiva no siempre es sencilla. La propia González señala que “a menudo observamos como el animal lleva dignamente la compleja situación y el humano no tanto”. Es por ello que la figura del etólogo veterinario tiene que hacer ese doble trabajo, la gestión del animal y la gestión de los humanos que conviven con el perro y, en gran parte, su labor se centra en acompañar a las familias: “La mayoría de las acciones y dinámicas que realiza un veterinario tienen que ver con la modificación de la conducta de los tutores humanos”.
Tenemos que centrarnos en la gestión emocional del tutor y encontrar los recursos adecuados para minimizar el dolor del animal
Algo parecido vivió Anna Oriol con Pancho, un perro callejero que adoptó tras ver una foto suya en la fundación donde lo acogieron. “Lo cierto es que se me quedó la mirada grabada de aquel animal, sus ojos eran una llamada, me estaba pidiendo que le descubriera”. Pancho era inestable e inseguro, con constantes ataques de histeria y reacciones violentas. “Sabemos que fue un perro no deseado, que nunca lo educaron; tenía constantes ataques de histeria y mezclaba juegos con muestras de violencia, así que tuve que aprender a no jugar con él porque me acababa haciendo daño”.
La situación llegó a un límite el día en que un ciclista se enfrentó con el perro: “En una ocasión funesta, un ciclista se enfadó mucho con el perro, cogió una piedra y le llegó a decir: ‘o lo matas tú o lo mato yo’. Fue terrible. Precisamente ese fue mi punto de inflexión”, explica.
 
            Anna de Simone vive con Quick.
Ese punto de quiebre llevó a Anna a buscar ayuda profesional. Fue entonces cuando entendió que la educación del perro pasaba primero por su propia transformación como tutora. “Estuve haciendo sesiones con el etólogo, y fue él quien se encargó de educarme a mí, fueron unas 10 sesiones, y una vez supe lo esencial, yo me encargué de educar a Pancho. El trabajo consistía en que tenía que darle herramientas a mi perro para que se sintiera útil, y todo se transformó”, cuenta la tutora.
De hecho, la experiencia de Anna conecta directamente con lo que describe la etóloga González. “Un animal enfermo genera complicaciones emocionales en los humanos, crea incomodidades para el tutor, y se trata de dificultades no circunstanciales o momentáneas, a veces de por vida, mientras siga viviendo la mascota”. En el caso de Pancho, el camino fue largo, pero el resultado transformador: “Conseguí que se calmara y que se sintiera sereno; lo importante fue crear la conexión emocional entre mi perro y yo, y ahora, en todo momento, yo sé lo que él quiere de mí y él sabe lo que yo quiero de él”.
Conseguí que se calmara y que se sintiera sereno; lo importante fue crear la conexión emocional entre mi perro y yo
Esa conexión, basada en la mirada, se convirtió en el núcleo de su vínculo. “Es fascinante, porque nuestra historia empezó cuando yo lo vi en una foto y me quedé enganchada a su mirada, esa es siempre la clave; ahora es un angelito y mi entorno me dice que no entiende cómo puede ser ese mismo perro que era tan problemático y difícil”.
Los testimonios de Quick y Pancho reflejan de formas distintas el mismo desafío: cuando una enfermedad o un trastorno acompaña a un animal durante toda su vida, la familia que lo cuida también se transforma. Como recuerda González, “es diferente un animal con una enfermedad puntual, que tiene curación, que la mascota que padece una patología cronificada”. En ambos casos, la convivencia se convierte en un proceso de aprendizaje continuo, marcado por la paciencia, la adaptación y una lealtad que, pese a las dificultades, no se quiebra.

 
            

