Adela Ramírez, 31 años, vive en Terrassa y está preparando la prueba de acceso a la universidad para estudiar Educación Social. Pero su verdadera escuela ha sido otra: la convivencia diaria con animales. Tres perros en casa de sus padres, tres gatos en su piso y una yegua a la que visita todos los días conforman una red afectiva que la acompaña desde la infancia. Adela recorre, animal a animal, la historia de su vida y desvela cómo cada uno de ellos le ha enseñado algo decisivo sobre la responsabilidad, la ternura, la maternidad y la forma de estar en el mundo.
¿Cuándo entran los animales en su vida?
Mis abuelos tenían animales de granja: gallinas, palomos, tórtolas, conejos… Siempre había movimiento, ruido de alas, de picos, de pasos pequeños. Yo era una niña y crecí en medio de todo eso, mirándolos, tocándolos, observando cómo se comportaban. Sentía una conexión muy fuerte, algo que no sabía nombrar. No era simplemente “me gustan los animales”, era como un vínculo interno.
Adela Ramírez
¿Qué le despertaban?
Mucha ternura y una necesidad de cuidado. Era como si quisiera abarcar más y más. No me conformaba con un solo animal, quería estar rodeada de muchos. No sé explicarlo de manera racional; creo que a la gente o le gustan los animales o no le gustan, no hay un término medio. En mi caso, me aportaban juego, compañía y, sobre todo, ese impulso de protegerlos.
Su primer animal en casa, más allá de la granja de los abuelos, fue una perra.
Sí, a los ocho años mi madre adoptó a una perrita que se llamaba Ona. Era una mezcla de Bretón y Grifón. Un señor había tenido una camada y, como se hacía mucho antes, los regalaba. Un día mi madre apareció en casa con una bolita de pelo blanca y marrón. Yo llegué, la vi, y fue como un sueño cumplido. Recuerdo a mi madre agachándose, llamándola: “Ona, mua, mua”, y la perrita viniendo.
¿Qué lugar ocupó Ona en su infancia?
Fue mi escuela de responsabilidad. Con dos años la picó el mosquito de la leishmaniosis y, aunque no desarrolló todos los síntomas más graves como otros perros, sí vivió muchos años como portadora de la enfermedad. Su cuerpo generaba anticuerpos, pero había recaídas, momentos delicados Y controles veterinarios constantes. Dieciocho años al lado de una perra enferma a la que había que medicar, llevar a analíticas Y poner inyecciones en casa... Eso te marca. Aprendí que tener un animal no es solo jugar y hacer fotos, es acompañar hasta el final. Ella no murió de leishmaniosis, murió de un cáncer, pero hasta el último día estuvimos a su lado. Esa experiencia me enseñó, muy pronto, lo que significa hacerse cargo de un ser vivo.
Dieciocho años al lado de una perra enferma a la que había que medicar, llevar a analíticas y poner inyecciones en casa... Eso te marca
Antes de que Ona muriera, llegó otra perra a su vida: Yera.
Sí, Yera es una perra de agua española. La raza se llama así, tal cual, perro de agua español. Mi padre quería un perro de este tipo y encontró la oportunidad de rescatarla de un cortijo de Andalucía, donde no estaba bien tratada. Era muy pequeña, estaba en malas condiciones y decidió traerla. Llegó a casa para continuar, de alguna manera, el legado de tener perros en la familia.
¿Cómo es Yera, qué tipo de vínculo han construido?
Yera es una perra muy de casa. Muy cariñosa con los suyos, pero no quiere saber nada de gente de fuera. Es una perra muy especial. Ahora tiene 16 años y estamos viviendo algo que con Ona no llegamos a vivir: la vejez extrema. Tiene demencia, está prácticamente ciega y sorda, pero sigue teniendo unas ganas brutales de vivir. Yo bromeo diciendo que tengo “una perra momia”, con todo el cariño del mundo, porque la ves y piensas: “¿Cómo puede seguir adelante así?”, y sin embargo come, camina, juega dentro de lo que puede. Se cae, se desorienta, pero se levanta. Es un geriátrico total, pero con una vitalidad por dentro que impresiona. Ella vive con mis padres, y yo me la quedo siempre que se van de casa. Cuando me toca cuidarla a mí, la rutina gira a su alrededor.
Además de Yera, hay otra perra muy importante: Aria, una border collie. ¿Cómo llegó Aria a su familia?
Aria tiene ahora unos 13 años. Mi padre se la encontró en muy malas condiciones. La usaban para criar y para pastorear, y cuando llegó a casa pesaba ocho o nueve kilos siendo una border collie adulta, algo muy por debajo de lo normal. Venía con un desgaste físico y mental importante.
Se suele decir que los border collie son perros muy inteligentes y muy exigentes. ¿Lo ha comprobado con Aria?
Totalmente. Son perros con una capacidad mental muy activa, necesitan trabajo constante, retos, órdenes y estímulos. Si no les das esa carga mental, lo pasan mal. Aria es una perra muy sensible, mucho, y por su pasado entra muy rápido en una especie de tristeza profunda, casi depresiva. Es una perra muy buena, pero muy demandante emocionalmente. Quien se encarga más de ella es mi padre; está muy focalizada en él. Es un perro de “una sola persona”. Si yo la llamo, a veces ni viene. No porque sea agresiva ni nada por el estilo, nunca va a hacer daño, pero su centro de referencia es él.
La tercera perra, Ame, tiene probablemente la historia más dura de todas. ¿Cómo aparece en su vida?
Ame llega de una manera casi de película. Yo estaba de vacaciones en Granada, en un pueblo perdido de la mano de Dios, en la zona de las dehesas de Guadix. Era una de esas noches tranquilas, sobre las ocho o nueve de la tarde, tomando tapas y cerveza en un bar. En medio de ese ambiente, se me acerca un chico y me dice que habían tirado una camada de cachorros por un barranco, que los habían encontrado dentro de una bolsa y que si quería un perro. Me lo dijo así, de golpe.
¿Qué hizo en ese momento?
No me lo pensé demasiado. Le dije que me trajera dos cachorros, que prefería que uno fuera hembra. Él se fue y volvió esa misma noche con dos perros. Uno era macho y se lo quedó mi mejor amigo. Yo me quedé con la hembra, Ame. El macho pesaría unos 500 gramos; Ame pesaba quizá 200. Era diminuta, muy vulnerable.
Con Ame he aprendido lo que es sentirme madre. Al tenerla tan pequeña, me tocó darle biberones, estar pendiente de cada toma, de cada señal de que algo iba bien o mal… Cuando recoges un cachorro así, lo separas de su madre, de sus hermanos, de las regañinas que le ayudarían a aprender límites y de los juegos que le enseñarían a relacionarse. Eso complica mucho su desarrollo. Ame es una perra que no es reactiva, nunca ha mordido a nadie, pero es intensa, tiene un carácter muy particular, como si se creyera persona. A veces regaña a las otras dos perras cuando estornudan, como si fuera la jefa de la casa. Con ella he vivido de cerca lo difícil que es criar a un animal tan pequeño cuando no ha tenido la experiencia normal de cachorro. Y ese proceso te conecta con algo muy parecido a la maternidad.
Adela Ramírez es, indudablemente, una fiel amante de los animales. Con tres perros, tres gatos y una yegua en su vida, ha aprendido el verdadero significado de la responsabilidad, ternura y constancia
Ahora mismo, ¿dónde viven y cómo se organiza con ellos?
Los tres viven en casa de mis padres. Una de las perras, Ame, es técnicamente mía, pero estructuralmente no la puedo tener en mi piso. Ella se ha criado siempre con las otras dos y estar sola le genera muchísima ansiedad. Como yo vivo a cinco minutos de casa de mis padres, la solución más respetuosa para ella es que siga allí, con su manada. Mis padres son quienes los tienen en el día a día y yo entro como refuerzo, sobre todo cuando ellos no están o cuando hace falta apoyo. Paso mucho tiempo con las tres, pero duermo sola en mi piso con mis gatos.
Hablemos de esos gatos. ¿Cuándo decide tenerlos y por qué?
Llegan cuando yo me independizo. Me voy a vivir sola por una situación familiar complicada y, de repente, noto un vacío: echo en falta tener un animal en casa. Pero sé que Ame no puede venir al piso porque se pone muy nerviosa si no está con las otras perras. Entonces pienso en la opción de un gato. Y ahí aparece Iris, un macho. Me proponen tenerle en acogida temporal. Yo acepto probar, pero en cuanto lo veo, sé que se va a quedar conmigo. Me enamoro. Es un gato que llena el piso de presencia, de compañía silenciosa, de esa sensación de hogar que dan los gatos cuando se instalan de verdad en un lugar.
Poco después aparece Murphy, un gato muy particular.
Murphy es un gato siamés que rescatan de un caso de síndrome de Noé, es decir, una acumulación de animales en una casa sin control ni cuidados adecuados. Yo, de entrada, no quería un gato siamés, no me llamaban la atención, pero me hizo gracia el juego con la ley de Murphy y su nombre se quedó. El problema de estos casos es que suele haber consanguinidad, falta de control de las camadas, gatos que nacen de padres y hermanos, por ejemplo. Eso lleva muchas veces a que tengan “algo” mentalmente diferente. Es un gato complejo, a veces desconectado, con reacciones extrañas, pero al mismo tiempo muy tierno, muy suyo. Con él aprendes a tener otra mirada, a entender que no todos los animales procesan el mundo igual.
Los perros, en especial Ame, son maternidad. Me conectan con esa parte de cuidar, de estar pendiente, de responsabilizarme de otra vida en un nivel muy profundo
El tercer gato, Momo, es el más reciente. ¿Por qué decide introducir un tercer felino en casa?
Momo llegó hace muy poco, unos dos meses. Yo veía que Murphy molestaba mucho a Iris. Había una especie de equilibrio tenso en casa: nada grave, pero sí mucha presión por parte de Murphy hacia Iris. Pensé que quizá introducir un tercer gato podría ayudar a que Murphy derivara parte de su energía hacia otro compañero, que pudiera generar un vínculo diferente y no cargara tanto sobre Iris.
¿Ha funcionado la estrategia?
De momento, no. No va muy mal, pero mal. La convivencia está siendo complicada. Las presentaciones entre gatos son siempre delicadas y, si uno ya es complejo de base, como Murphy, el proceso se alarga. Sigo confiando en que con tiempo y trabajo puedan encontrar su lugar, pero no está siendo fácil.
Si miramos su vida ahora mismo, podríamos decir que se reparte entre tres mundos: el de los tres perros en casa de sus padres, el de los tres gatos en su piso y el de una yegua en una hípica. ¿Cómo se organiza emocionalmente con todo eso?
Es verdad que físicamente están separados, pero emocionalmente no hago diferencia. Con Yera y Aria sí noto que son más de mis padres, porque su figura de referencia son ellos. Sin embargo, entre Ame, los gatos y Frida no hay distinción afectiva. La carga emocional, la preocupación, la responsabilidad económica… todo eso, al final, corre de mi cuenta de una manera u otra. A veces es agotador, pero también es lo que da sentido a muchos de mis días.
Hablemos de Frida, la yegua.
Frida es mi yegua, mi caballo hembra. Llegó a mi vida cuando yo tenía 26 años, en un momento muy complicado a nivel personal. Yo acababa de salir de una lesión de rodilla y arrastraba mucho miedo físico, muchas dudas. Pero el deseo de tener un caballo venía de muy lejos; desde pequeña lo sentía como algo casi imprescindible. No sé explicarlo, pero siempre he tenido esa idea fija de que quería un caballo.
¿Cómo fue el momento en que la encontró?
Teníamos contacto con una yeguada y fuimos a ver algunas. Había tres, separadas del resto. En cuanto vi a Frida, lo tuve clarísimo. Le dije a mi padre: “Si no me llevo a esa, no me llevo a ninguna”. No sé explicar racionalmente el porqué. No fue una cuestión de color, tamaño o carácter, fue una conexión inmediata, de esas que no puedes argumentar.
¿Dónde vive Frida y con qué frecuencia va a verla?
Está en una hípica, pero no es la típica hípica convencional de caballo en box cerrado y poco más. Es un lugar diferente, con otro tipo de manejo, más respetuoso. Está en Castellví de Rosanes, a unos 20 minutos de Terrassa. Yo voy cada día. Forma parte de mi rutina, como quien va al gimnasio o a dar un paseo. Para mí es un compromiso y una necesidad a la vez.
Adela Ramírez
¿Qué tipo de trabajo hace con ella?
Frida va a cumplir seis años. Ya no se consideraría una potra, pero por mi lesión de rodilla yo he tenido mucho miedo a subirme. Así que hemos trabajado muchísimo desde el suelo: confianza, manejo, comunicación sin fuerza. Ahora estoy empezando a montarla un poco más, a hacer paseos cortos, a probar cosas nuevas. Con ella intento trabajar siempre desde el convencimiento, no desde la imposición. No quiero que haga algo porque se ve obligada, sino porque la relación que tenemos le permite confiar en lo que le pido.
Si tuviera que resumir qué le aporta cada tipo de animal, ¿cómo lo haría?
Los gatos son casa. Representan el hogar, la calma, el refugio. Son los que me esperan cuando vuelvo a mi piso, los que me acompañan en el día a día, en lo doméstico. Los perros, en especial Ame, son maternidad. Me conectan con esa parte de cuidar, de estar pendiente, de responsabilizarme de otra vida en un nivel muy profundo. La yegua, Frida, es desconexión y conexión al mismo tiempo. Es mi reset. Cuando estoy con ella desconecto de todo, pero a la vez me conecto conmigo misma, con el cuerpo, con las emociones, con el presente.
Después de todo lo que ha vivido con ellos, ¿qué cree que le han enseñado los animales sobre usted misma?
Me han enseñado que soy capaz de sostener más de lo que pensaba. Que puedo ser responsable, constante, paciente. Que sé acompañar la vejez, la enfermedad, la fragilidad y también la alegría y el juego. Me han mostrado que hay vínculos que no necesitan palabras para ser profundos. Y, sobre todo, me han dejado claro que mi vida, sin ellos, sería otra completamente distinta… y muchísimo más vacía.



