Carissa Véliz, profesora en el Instituto sobre Ética en Inteligencia Artificial de la Universidad de Oxford, Traslada una observación que le preocupa: “me preocupa que muchos chavales no han crecido con privacidad, que ni siquiera alcanzan a imaginar lo que es vivir con privacidad”. En sus conversaciones con estudiantes, ha detectado un patrón inquietante: la intimidad ya no se considera un derecho, sino una opción prescindible.
Privacidad y juventud: una relación cada vez más distante

Los jóvenes no son conscientes de las implicaciones de la pérdida de privacidad.
La filósofa, en una entrevista para The Conversation, plantea que esta desconexión no es fruto del pasotismo, sino del desconocimiento. Al vivir en un entorno permanentemente conectado y vigilado, gran parte de la generación digital ha normalizado la exposición constante: cada movimiento en redes, cada búsqueda en Google, cada app instalada deja un rastro. Y, lo más preocupante, es que muchos de esos rastros son recolectados, vendidos o usados sin que el usuario lo sepa ni lo consienta explícitamente.
A ello se suma, según Véliz, una paradoja inquietante: “últimamente me ha sorprendido que mis estudiantes son más conscientes de la importancia de la privacidad que muchos adultos”. No obstante, admite que no todos los jóvenes están representados en ese contexto académico privilegiado.
La investigadora no se queda en lo teórico. Apunta ejemplos muy concretos de cómo la ausencia de privacidad tiene consecuencias reales: en Reino Unido y Estados Unidos, los propietarios de viviendas pueden acceder a datos personales de inquilinos a través de empresas especializadas, sin necesidad de justificación alguna. Y esto, recuerda Véliz, va directamente en contra del artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que protege la vida privada, el domicilio y la reputación de las personas.
Pero no siempre se percibe ese daño en el momento. Como explica en su análisis, los efectos de perder el control de los datos suelen llegar mucho más tarde: al buscar trabajo, al solicitar un crédito, al ejercer un derecho político. Y, cuando llegan, es casi imposible rastrear el momento en que se cedió el dato que ha sido utilizado en su contra.
Desde otra entrevista en la BBC, Carissa insiste en que la educación digital debe ir más allá del manejo técnico: “uno de los problemas con la vida digital es que es muy nueva. No tenemos experiencia suficiente para tener reacciones viscerales de miedo al riesgo al que nos exponemos”. El diseño mismo de las plataformas, opaco y confuso, contribuye a una falsa sensación de seguridad.
Frente al cuestionamiento sobre la utilidad de la Filosofía en los planes educativos —como ha ocurrido recientemente en España—, responde que la utilidad de pensar no siempre es cuantificable, pero es imprescindible.