Desde el icónico “¿dónde están todos?”, lanzado por Enrico Fermi en los años 50 al cuestionar por qué, si el universo está repleto de miles de millones de estrellas y planetas, no hemos detectado rastro alguno de civilizaciones avanzadas, han surgido decenas de teorías al respecto.
Una de las más recientes es que el sistema solar se encuentra en un “agujero” apartado del resto de galaxias que no nos permite ver la riqueza de alrededor. Y esta teoría recuerda, inevitablemente, a la famosa hipótesis del zoológico.
Formulada en 1973 por el radioastrónomo del MIT John A. Ball en la revista Icarus, la teoría plantea que no estamos solos en el universo, pero que nadie quiere que nos demos cuenta. Según Ball, las civilizaciones más desarrolladas han decidido dejarnos prosperar a distancia, sin intervenir, tal como haríamos al observar a los animales en una reserva natural . Así lo explicaba:
“Creo que la única forma de entender la no interacción aparente entre ‘ellos’ y nosotros es plantear que nos están evitando deliberadamente y que han reservado el área en la que vivimos como un zoológico. Esa hipótesis predice que nunca los encontraremos, porque no quieren que seamos encontrados, y tienen la capacidad tecnológica para asegurarlo.”
La única forma de entender la no interacción aparente entre ‘ellos’ y nosotros es plantear que nos están evitando deliberadamente
Ball ya iba más allá en su momento. Según él, este silencio no sería casual ni provocado por falta de medios, sino que sería una especie de cuarentena galáctica. Solo cuando demostremos madurez tecnológica, ética o moral —o cuando entremos en riesgo de autodestruirnos— podrían plantearse un contacto.
“Nos observan, del mismo modo en que nosotros observamos a los animales en un zoológico”, escribió Ball en su tesis. Esta hipótesis sugiere que existe un protocolo de no contacto, una suerte de ley moral o política que impide a civilizaciones avanzadas comunicarse con culturas que aún no han alcanzado cierto nivel de desarrollo. No sería una cuestión de desprecio, sino de prudencia. Como quien evita hablar con una criatura que todavía no ha aprendido a caminar.
El punto brillante de la supernova 1994D aparece junto a la galaxia NGC 4526.
Tal vez no nos consideran preparados. O tal vez están esperando que demos alguna señal de madurez, ética o tecnológica, antes de abrir la puerta a una relación entre especies. Pero lo más perturbador de la teoría del zoológico no es la posibilidad de que existan seres que nos vigilan, sino la idea de que su silencio sea intencionado. No hay señales porque no quieren que las haya. Y si poseen un nivel tecnológico superior, como el que describe la escala de Kardashev —civilizaciones capaces de aprovechar toda la energía de su estrella o incluso de su galaxia entera—, podrían contactarnos en cualquier momento si lo desearan.
John A. Ball fue consciente desde el principio de que su hipótesis rozaba los límites de la especulación científica. Era difícil de probar y difícil de refutar. Pero la defendió como una explicación plausible al gran silencio, una que debía ser tomada en serio precisamente por su coherencia interna. A su modo, planteaba un desafío más ético que tecnológico: si no nos han contactado, tal vez no sea porque no existan, sino porque no lo merecemos.
En su artículo original, Ball lo expresó sin rodeos: “Si no somos parte de una reserva galáctica, entonces deberíamos preguntarnos qué hemos hecho para no merecer ser contactados”. Hoy, más de medio siglo después, tras los últimos descubrimientos realizados, la teoría de Ball cada vez cobra más fuerza.


