Ha pasado más de medio siglo desde que el Apolo 11 dejó la primera huella humana sobre la superficie lunar. En aquel verano de 1969, Estados Unidos selló su supremacía geopolítica frente a la Unión Soviética. Sin embargo, esa victoria no fue definitiva. Durante décadas, la Luna ha vuelto a ser un territorio simbólico más que un destino científico real, mientras la NASA centraba su atención en el transbordador espacial, la Estación Espacial Internacional (ISS) y la exploración de Marte mediante sondas y rovers.
Pero, en los últimos años, esa narrativa ha cambiado por completo. China, India y Estados Unidos compiten por liderar una nueva era lunar, más ligada a la economía y los recursos que al simple prestigio nacional. La idea es llegar de la forma más barata y demostrando que estamos en nueva era espacial. “Estamos en una carrera contra China, por lo que necesitamos que las mejores empresas operen a una velocidad que nos lleve a la Luna los primeros”, contaba Sean Duffy, actual administrador interino de la NASA en su cuenta de X.
Después de esta declaración, Duffy anunciaba un cambio en sus planes. La agencia está dispuesta a colaborar con Blue Origin (la compañía de Bezos) para alcanzar ese objetivo... pese a que en 2021 la NASA ya adjudicó a SpaceX la construcción del aterrizador lunar para el programa Artemis.
No es de extrañar este cambio de rumbo. China ya ha conseguido traer muestras lunares (Chang’e 5), prepara la misión tripulada Chang’e 7 y promete un alunizaje con astronautas antes de 2030. Mientras tanto, la NASA ha intentado mantener su ventaja a través del programa Artemis, un ambicioso plan de cooperación internacional que busca establecer una base lunar en el polo sur del satélite antes de que acabe la década.
Estamos en una carrera contra China, por lo que necesitamos que las mejores empresas operen a una velocidad que nos lleve a la Luna los primeros
Pero mientras China avanza a pasos agigantados por su nueva misión, en EEUU se debaten entre dos grandes magnates que pueden lidera esta nueva carrera espacial: Elon Musk y Jeff Bezos. Pero hagamos un poco de historia para entender qué está pasando.
Apenas iniciado su actual mandato, Donald Trump anunció que el nuevo administrador de la NASA sería Jared Isaacman. No fue ninguna sorpresa. Era la época (hace solo seis meses) cuando Trump y Musk parecían formar un equipo indestructible. Y el nuevo candidato no solo era un amigo cercano de Musk, sino también un magnífico cliente de SpaceX.
Aunque se trata de un exitoso empresario privado, Isaacman es también un excelente piloto. No solo de aviones civiles, sino también con mucha experiencia en reactores militares (no en vano una de sus compañías entrena a pilotos de las fuerzas aéreas).
Sean Duffy, administrador interino de la NASA.
Isaacman había contratado y pagado de su bolsillo dos vuelos privados de la cápsula Dragon de SpaceX. Pilotándola él. Y en el segundo, además, se había convertido en el primer particular en realizar una salida al exterior de la nave. Ese currículo garantizaba un cierto conocimiento de los asuntos de aeronáutica y espacio.
El nombramiento de Isaacman debía ser refrendado por una comisión del Senado. Cuando ya había superado parte del proceso de selección, Trump se enteró de que en el pasado su elegido había contribuido con fondos al partido Demócrata. Y lo fulminó.
En los últimos meses, la NASA ha visto recortado su presupuesto para 2026 casi a la mitad
Pero la NASA necesitaría un administrador. Y a falta de alguien mejor, Donald Trump echó mano a otro candidato: su amigo Sean Duffy, que también ocupaba el cargo de secretario de Transporte. Debería compatibilizar ambos cargos.
El problema es que Duffy es abogado, fiscal, comentarista y —como Trump— personaje habitual en la televisión: primero presentando realities en la cadena MTV y luego como tertuliano de actualidad en la Fox. No tiene absolutamente ninguna experiencia en asuntos tecnológicos, como parece que se debería exigir al primer responsable de la NASA. Y, aunque todavía no está confirmado, ejerce de administrador interino.
En los últimos meses, la NASA ha visto recortado su presupuesto para 2026 casi a la mitad. Ello obligará a cancelar decenas de misiones científicas y tendrá un serio impacto en investigaciones relacionadas con astrofísica y ciencia planetaria. Por no hablar de la forzada reducción de un tercio de su personal.
Solo se habían salvado de la quema algunos programas de vuelos tripulados y estudios de cada a un futuro viaje a Marte (el objetivo último de Elon Musk). Y, naturalmente, el encargo del HLS (Human Landing System o vehículo para el descenso a la Luna) que debía la compañía de Musk, que ya tenía la adjudicación de un contrato de casi 3.000 millones para ese fin.
Jared Isaacman, aliado de Donald Trump en la nueva carrera espacial.
El HLS está basado en la nave Starship y debía lanzarse con el cohete Super Heavy. Y ambas piezas se han retrasado más de lo previsto. El Super Heavy acaba de completar un vuelo con éxito, pero lo cierto es que lo único que ha logrado poner en órbita es media docena de satélites simulados, hace un par de semanas.
Y todavía tiene que demostrar una operación fundamental, como es la recarga de combustible en pleno vuelo, operación cuyo primer ensayo está previsto para dentro de unos meses. Sin dominar esa maniobra, es imposible hablar de ir a la Luna.
En cuanto al Starship en versión lunar, todavía no se ha hecho público ningún diseño medianamente definitivo. Cierto es que algunos aspectos críticos no le afectan. Por ejemplo, la difícil reentrada en la atmósfera, puesto que el HLS no regresará a la Tierra; simplemente servirá para que los astronautas bajen a la Luna y vuelvan a elevarse para reunirse con su cápsula Orión, que es la que sí les traerá de retorno. Pero, aun así, la NASA exige que antes de arriesgar la vida de los astronautas en la nave de Musk, ésta demuestre que es capaz de alunizar bajo mando automático al menos una vez. Y esa hazaña todavía parece lejana.
China está desarrollando sistemáticamente su programa lunar, con la vista puesta en el 2030
Por otra parte, Orión tampoco va sobrado de tiempo. Solo ha volado una vez hasta la Luna. Sin tripulación. La próxima —ya con cuatro astronautas— será a principios del año próximo. Y la siguiente —que debería ser la del alunizaje— está programada para septiembre de 2027, una fecha en la que pocos creen.
Por otra parte, el cohete SLS que debe impulsar a Orión también está en el punto de mira de los críticos. Es demasiado caro. Tanto que se lanzarán solo dos más: el del año que viene, que llevara a sus tripulantes a dar la vuelta a la Luna sin aterrizar; y el siguiente, para conseguir el alunizaje. Y luego, cancelarán la producción.
Ahora, el flamante administrador interino de la NASA se ha hecho consciente de esos problemas. Y de que China también está desarrollando sistemáticamente su programa lunar, con la vista puesta en el 2030. De momento, ya está probando los primeros modelos de su propio módulo lunar.
El primer objetivo de Duffy es que los astronautas americanos pisen la luna durante el mandato de Donald Trump. O sea, como mucho en noviembre de 2029. Y antes de que lo haga China. Pero, vista la posibilidad de más retrasos, ha sugerido algo insólito. Recurrir al competidor de Musk: Jeff Bezos, de Blue Origin.
Esta imagen fija tomada de una transmisión de SpaceX muestra al multimillonario fintech estadounidense Jared Isaacman (EV1) asomándose al espacio desde una estructura de escotilla llamada “Skywalker”.
Blue Origin también compitió por el encargo del aterrizador lunar, pero su oferta era muy superior a la de SpaceX y perdió. Eso sentó muy mal a Bezos, quien reclamó a la NASA y obtuvo algunos contratos menores como compensación.
Ahora, de las declaraciones de Duffy se deduce que podrían recurrir a Blue Origin para resucitar su proyecto de nave de alunizaje. Mediría 16 metros de altura y pesaría alrededor de 45 toneladas (la opción de Space X es mucho mayor: 50 metros de altura, con lo que los astronautas necesitarán un ascensor para bajar al suelo). Otras tecnologías también son radicalmente diferentes, como el uso de hidrógeno como combustible en lugar de metano.
La nave de Blue Origin se lanzaría a bordo de un cohete también construido por la misma compañía: el New Glenn. También es de tamaño considerable, aunque no tanto como el Starship. Lo malo es que solo ha volado una vez. Sin tripulación, claro.
Y ese es el dilema con que ahora se enfrenta la agencia norteamericana: seguir confiando en que Elon Musk, con su política de “probar, arreglar y repetir” conseguirá cumplir plazos. O cambiar de caballo a media carrera y contratar la opción de Jeff Bezos, con el sobrecoste que ello supone y sin tener la seguridad de que al final va a tener éxito.
Y, entretanto, China sigue probando el hardware que deberá llevar a sus astronautas a la Luna. En 2030.




