En uno de los capítulos más divertidos de la serie Silicon Valley (HBO, 2014), el protagonista, Richard Hendricks, CEO de una startup modesta, visita la mansión de su rival, Gavin Belson, quien lidera una megacorporación tecnológica. Al reunirse con él, Richard puede comprobar el grado de locura en el que se halla su antagonista. En medio de su lujoso salón, Gavin lo recibe en medio de una transfusión de sangre por parte de un chaval tan rubio y tan en forma que, como el mismo magnate bromea, habría escapado fácilmente del Holocausto. ¿Para qué? Para, supuestamente, rejuvenecer —o envejecer con mayor lentitud— y alargar la llegada del juicio final.
Cómo no, la realidad supera la ficción. O, en este caso, la ficción se basa en la realidad. A los ricos, como al común de los seres humanos, les da pavor la muerte. Saben que la dama de la guadaña no hace excepciones y que, a diferencia de la clase política, su ley es implacable e incorruptible. No se la puede sobornar para bajar su impuesto.
Sin embargo, lo intentan. Siempre lo han intentado. Cleopatra se bañaba en leche de burra para mantenerse joven y, hace poco, un millonario llamado Bryan Johnson se estuvo inyectando el plasma de su hijo adolescente para intentar alcanzar una longevidad que, por supuesto, cree que merece.
Johnson, de 47 años, es el fundador del Protocolo Blueprint, cuyo lema es un imperativo que ha resultado imposible para la historia de la vida: “don’t die (no mueras)”. Si uno echa un vistazo a su web, tampoco es que llame mucho la atención de primeras. Incluso parece sensato por momentos, dentro de su claro efectismo, ya que propone que hay que dejarse de cierto culto pop a la muerte promovido en el siglo XX con el famoso “vive rápido y muere joven”, encarnado por iconos como James Dean, e intentar vivir lo máximo posible.

Bryan Johnson se inyecta plasma de su hijo como parte de su protocolo antienvejecimiento.
Johnson también fomenta una vida sana y activa y critica que, en Estados Unidos, la población, especialmente los niños, tiene una alta tasa de obesidad inducida por la comida basura y una gran dependencia de los fármacos. No obstante, contrapone a todos esos problemas muchas magufadas. Y aún peor: cuando se empieza a rascar más allá de frases motivacionales al uso, de dietas y rutinas deportivas propias de un vigoréxico y de alguna que otra chifladura de gurú new age disfrazada de espiritualidad, la cosa empieza a dar miedo.
Porque, aparte de los consejos superfluos del típico coach, recomienda lanzarse, si el bolsillo da para ello, a una terapia génica con los objetivos de “reducir la edad epigenética, monitorizar más de una docena de órganos para detectar posibles mejoras, aumentar el volumen y la fuerza muscular y reducir el ritmo de envejecimiento”.
A pesar de que en su web anuncia su fiabilidad, todavía no hay ensayos en humanos que confirmen su seguridad o eficacia
Todo esto significa intervenir el cuerpo a múltiples niveles, no solo terapéuticos sino también estéticos, y someterlo a experimentos de dudosa utilidad. Por ejemplo, Johnson viajó a una zona especial fuera del control de la FDA —la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos— para recibir una inyección de folistatina, una proteína que inhibe la miostatina con la promesa de aumentar la masa muscular, reducir inflamaciones y ralentizar el envejecimiento biológico.
A pesar de que en su web anuncia a bombo y platillo su fiabilidad gracias a informes que “demuestran” en ratones una mejora de hasta un 30 % en su longevidad, todavía no hay ensayos en humanos revisados por pares que confirmen su seguridad o eficacia. Es más: hay científicos que ya han advertido de que terapias génicas no reguladas como esta podrían provocar cáncer o insuficiencia hepática.

Bryan Johnson en su sesión para 'Bloomberg'.
Por otro lado, en el pasado ya tentó a la suerte con otros experimentos que han demostrado ser más dañinos que saludables. Durante un tiempo, incluyó en su protocolo la inoculación de una hormona de crecimiento humano (HGH). Pero, tras unas semanas de uso, sufrió efectos secundarios como presión intracraneal elevada, dolores de cabeza y altos niveles de glucosa, lo que le llevó a suspender este tratamiento.
La American Council on Science and Health ya alertó de que esto planteaba riesgos reales, como un posible aumento del riesgo de cáncer, alteraciones metabólicas y crecimiento anormal de tejidos musculares y orgánicos. Además, esta institución también concluyó que la transfusión de plasma de jóvenes a mayores con la que iniciábamos el artículo a modo de chanza, en realidad conlleva serios riesgos de infecciones, reacciones inmunológicas y efectos desconocidos a largo plazo. No es de extrañar, por tanto, que Johnson también abortara esta misión y dejara de vampirizar a su hijo.
Quizás, en la búsqueda de la perfección y la longevidad élfica, es posible que Johnson un día muera a causa de su mala praxis
Es irónico. Quizás, en la búsqueda de la perfección y la longevidad élfica, es posible que Johnson un día muera a causa de su mala praxis. En su obsesión por no morir, por biohackear su cuerpo, no vive. Al contrario: mantiene una rutina obsesiva de entrenamiento, monitorización y sometimiento a terapias no verificadas que parecen bastante alejadas de una vida equilibrada y placentera. Basa su existencia en intentar no morir, practicando un memento mori constante que olvida el carpe diem.
Aunque, bien pensado, quizá sea una ingenuidad creer que alguien así busca en realidad algo tan metafísico como superar la muerte. En la página web análoga a la del marketing de su método, donde vende directamente sus productos, Johnson demuestra cómo han evolucionado los estafadores. En su escaparate exhibe productos tales como “antioxidantes avanzados” a 50 dólares el frasco o, por 375, tests de medición de edad biológica y de detección de microplásticos en el cuerpo.
Johnson es solo un ejemplo más de cómo la exposición de las redes y la ciencia mal entendida nos está llevando a un declive preocupante. Porque aunque crea que “La muerte es nuestro enemigo común”, como cuenta en su propio perfil de X, deja detrás una pregunta que había resuelto este debate hace siglos: ¿vale la pena vivir si no existe la muerte?