De un tiempo a esta parte, los dramaturgos se están enfrentando a una realidad que está cambiando por completo la experiencia teatral. ¿Cómo pueden plantar cara a que ya no solo el cine y las series, sino también los videojuegos y las redes sociales, le hayan ganado la partida al teatro en cuanto a ocio del público medio?
A final de mes, la clase media —cada vez más indiscernible del precariado— tiene un número muy limitado de dígitos en su cuenta bancaria para sus “extras”. Una vez pagado un alquiler desorbitado y unos productos básicos encarecidos, deben escoger bien en qué se gastan el resto. De modo que, ¿cómo puede ser competitivo el teatro respecto a las tarifas de los gigantes del streaming o las rebajas por temporada de PlayStation?
A pesar de las dificultades, la experta en diseño de experiencias inmersivas y cofundadora de la compañía de teatro Stroke 114, Belén Santa-Olalla (Madrid, 1983), siempre ha visto en estas disciplinas más posibilidades de simbiosis que de lucha por la supervivencia.
Formada en Comunicación Audiovisual en la Universidad Complutense de Madrid y en Teoría y Práctica de los Medios en la Universidad de Sussex, Santa-Olalla, la madrileña afincada en Málaga experimenta continuamente con diferentes posibilidades de hibridación escénica. En cada nueva obra incorpora elementos tecnológicos que buscan sumerger aún más al espectador en la pieza.

'The Black Stage', una de las obras de la compañía.
¿En qué consiste el teatro inmersivo?
El teatro inmersivo es aquel que tiene como objetivo hacer que el público se sienta, valga la redundancia, inmerso en la historia y en la experiencia. Lo que hace es situar al público en el centro del diseño dramatúrgico. Para lograrlo, se utilizan diferentes técnicas: desde la interactividad y las mecánicas de participación, hasta los espacios y escenografías envolventes, las narrativas transmedia… todo aquello que permite que el público forme parte de la narrativa de una manera más activa.
¿Cómo llegaste a esta disciplina?
Llegué junto a mi socio y compañero de vida, Rodrigo de la Calva. Nos conocimos en Madrid en una escuela de teatro, donde empezamos a desarrollar nuestras propias producciones. Pero no fue hasta que nos mudamos a Londres cuando comenzamos a entrar en contacto con propuestas más inmersivas y arriesgadas, con narrativas digitales que inevitablemente influyeron en nuestra forma de entender las artes escénicas.
Que las artes escénicas se dejen influir por las narrativas de los videojuegos apela a un público sediento de propuestas que le den voz y le permitan participar
¿Qué te impulsa a hibridar el teatro con narrativas del audiovisual y los videojuegos? ¿Crees que esto puede salvar al teatro de los cambios en el consumo cultural?
Yo creo que nada de esto va a salvar al teatro, porque el teatro no necesita que lo salven. Está con nosotros desde los griegos y, por cómo van las cosas, tiene pinta de que nos va a sobrevivir a todos. Lo que sí es cierto es que el público actual demanda otras cosas. Es mucho más participativo y tiene un poder de decisión mucho mayor respecto al contenido que consume. En ese contexto, que las artes escénicas se dejen influir por las narrativas del audiovisual o los videojuegos apela claramente a un público sediento de experiencias, de propuestas que le den voz y le permitan participar. De ahí nace mi interés. Aunque, bueno, quizá incluso venga de antes, de cuando era scout y probaba dinámicas con gamificación para los niños.
Este tipo de experiencias te permite ver de cerca cómo los participantes se involucran y forman parte activa de lo que has creado.
Eso es. Y en esa búsqueda de participación es donde surge la hibridación, de ese deseo de ver al público dentro de la obra, no solo como espectador, sino como parte viva del proceso. Por eso, con nuestra compañía, Stroke 114, hemos explorado cualquier tecnología o formato que nos permita lograrlo.

Belén Santa-Olalla y Rodrigo de la Calva durante la presentación de 'The Black Stage'.
Convertís al público en protagonista. Con los niños es relativamente sencillo porque se prestan más al juego, pero imagino que el público adulto se cohíbe más.
Claro, el público adulto quiere participar, pero ha interiorizado que no debe hacerlo. Ha aprendido que debe respetar, guardar silencio, no intervenir. Y ahí está parte de la magia, en romper ese tabú.
¿Cómo conseguí que el público adulto se desinhiba y participe?
Hay un elemento muy importante en lo que hacemos que tiene que ver con una primera introducción y con la gestión de las expectativas. Es esencial que el público entienda qué se espera de él: cuál es su rol, qué puede y qué no puede hacer. Esa etapa inicial es clave para que luego se sientan cómodos dentro de la experiencia, que además siempre es distinta en cada proyecto. También, desde el diseño, hay que entender que existen distintos tipos de participantes. Hay personas que disfrutan de manera más pasiva y otras que quieren llevar la experiencia al límite.
Como ocurre con los niveles de dificultad de los videojuegos.
Eso es. Precisamente, nosotros lo relacionamos con la taxonomía de Bartle, sobre los tipos de jugadores en los videojuegos. Él distingue, por ejemplo, a los exploradores, a los killers, a los coleccionistas y a los jugadores más sociales. Lo interesante es que estos arquetipos no son compartimentos estancos. No es que cada persona encaje solo en uno, pero sí ofrecen una forma útil de pensar en cómo se puede diseñar una experiencia para distintos perfiles. Habrá quien disfrute de una experiencia competitiva, donde tenga que superar al resto; otros preferirán buscar y coleccionar elementos, descubrir escenas ocultas o desbloquear contenido. Algunos querrán explorar los límites del mundo narrativo, descubrir todo lo que esa historia tiene que ofrecer.
El problema es que tipo de formatos suele requerir aforos reducidos, lo que complica su viabilidad económica. ¿Cómo se puede financiar este tipo de propuestas sin que se vuelvan inaccesibles para el público general?
Yo creo que el problema no es tanto económico como de percepción del valor. A menudo se dice que las entradas para el teatro inmersivo son caras, y es cierto que tienen un coste más elevado porque la producción es más compleja. Pero si lo comparamos, por ejemplo, con un musical como El Rey León, que lleva 13 años llenando cada noche, vemos que el público sí está dispuesto a pagar precios altos por una experiencia que percibe como valiosa. La clave está ahí: en el valor percibido. Una propuesta inmersiva, al ser menos conocida y menos habitual, genera más incertidumbre.

'The Black Stage', una de las obras de la compañía.
El público no sabe exactamente qué esperar, y eso hace que la percepción de su valor sea más baja, aunque la experiencia pueda ser igual o más intensa que un musical.
Exacto. En lugares como Inglaterra, el teatro inmersivo está mucho más integrado culturalmente. Hay un público amplio, receptivo y acostumbrado a consumir este tipo de experiencias. Y sí, también influye que el poder adquisitivo medio sea más alto. Pero lo importante es que allí estas propuestas tienen más recorrido y aceptación. Además, hay modelos de negocio que hacen viables estas producciones. Por ejemplo, Punchdrunk, uno de los referentes del teatro inmersivo, ha diseñado sus espectáculos para que puedan entrar 300 personas por noche. Eso permite escalar el modelo y hacerlo más sostenible.
He visto que utilizan edificios completos como escenarios que el público puede explorar.
Punchdrunk ahora se ha instalado en unas antiguas naves, unos antiguos astilleros, gracias a un acuerdo de cesión con el ayuntamiento de una zona específica de Londres. Allí pueden recibir a centenares de personas cada noche. Sus escenografías están diseñadas específicamente para soportar ese volumen de público, como ya hacían en sus montajes en Nueva York.
En una de nuestras obras, las gafas de realidad aumentada recompensaban la participación del público, acercando la experiencia teatral a la lógica de un videojuego
Otra de las características del teatro inmersivo es que puedes explorar los espacios, tocar los objetos… Pero claro, eso también plantea ciertos desafíos.
Así es. Muchas veces hay que renunciar a ciertos niveles de inversión artística o de inmersión total para que el modelo de negocio funcione. Pero hay también otras formas de sostener económicamente estas propuestas aparte de con la venta de tickets. También entran en juego los patrocinios. En The Burnt City, una de las últimas grandes producciones de Punchdrunk, había un acuerdo con Porsche. El patrocinio se integraba orgánicamente dentro de la narrativa: había eventos especiales, un coche de Porsche como parte del decorado… la marca estaba presente, pero no de forma invasiva. Así que hay maneras de sostener este tipo de proyectos para que no dependan siempre de métodos alternativos o de estructuras pequeñas. Eso sí, es clave que exista un público que los demande.
Pero en España no lo hay, ¿o sí?
Los proyectos inmersivos que atraen a un público más general aquí suelen apoyarse en otros productos populares. Es lo que hace, por ejemplo, Secret Cinema, otra propuesta inglesa que sí se ha exportado a España en varias ocasiones. Parten de películas conocidas y crean experiencias inmersivas a partir de esos universos. Y ahí la gente no paga solo por la experiencia, sino por entrar en una historia que ya aman, por vivir desde dentro ese universo que les resulta familiar. En esos casos, lo que eleva la percepción del valor no es tanto el formato, sino la historia en la que te permiten entrar.

'The Black Stage', una de las obras de la compañía.
Algo parecido es lo que estáis llevando a cabo con un proyecto basado en Mafalda, ¿no?
Sí, se trata de una experiencia inmersiva itinerante basada en el universo creado por Quino. Se llamará Mafalda Inmersiva y lo que propone es una mediamorfosis, es decir, una transformación del medio original —las viñetas en blanco y negro— para desarrollar todo un mundo en el que el visitante pueda zambullirse y explorar el universo de Mafalda de diferentes maneras. No puedo contar mucho más aún, pero tiene previsto su estreno en 2026.
En vuestra obra más minimalista en gira, Macho: crónicas de identidad perdida, abordáis la crítica tecnológica vinculada a la comunidad incel —célibes involuntarios— y a su relación tóxica con Internet. ¿Crees que las redes sociales pueden llegar a impulsar una revolución oscura?
Para mí, las redes sociales son una herramienta maravillosa para dar visibilidad a voces muy plurales, lo que abre conciencias y genera más posibilidades de cambio. El problema es que el algoritmo premia lo que queremos ver, porque quiere mantenernos enganchados. Por eso, el contenido que no desafía el statu quo o que polariza en nuestras propias facciones es el que mejor funciona. Así que, bueno, las redes sociales son una herramienta poderosa que conecta y permite conocer microtribus o corrientes de pensamiento a las que no llegaríamos, pero también pueden ser un arma de doble filo.
Con The Black Stage, conseguisteis unas subvenciones del Ministerio de Cultura para desarrollar una experiencia inmersiva de ambientación cyberpunk. La distopía es otro de vuestros leitmotivs. ¿Por qué esta filia por este tipo de narrativa? ¿Crees que vamos hacia un futuro distópico?
No soy especialmente fan de la ciencia ficción ni la consumo mucho, pero sí la veo como un territorio ideal para explorar nuestras oscuridades, algo que otros géneros no lo permiten tanto. Por ejemplo, en Black Mirror se lleva al extremo situaciones cercanas a nuestro presente. Me interesa porque es un espacio donde podemos reconocernos en ese espejo oscuro, algo que no siempre ocurre en géneros costumbristas o realistas. Además, permite imaginar más allá de los límites de lo real, lo que enriquece mucho la creación.
Con esta obra apostasteis por repartir gafas de realidad aumentada entre el público asistente. ¿Cómo combina algo así con la experiencia tradicional de asistir a una obra de teatro?
En The Black Stage queríamos convertir al espectador en protagonista de un videojuego. El participante —ya no podemos hablar ni de público ni de espectadores en este tipo de experiencias— debía completar misiones e interactuar con los actores que interpretaban a una suerte de NPCs. Las gafas de realidad aumentada añadían una capa digital con elementos del videojuego, como puntos de vida y resistencia, que no existen en el mundo real. Esta capa permitía recompensar las acciones de forma clara y visual, acercando la experiencia a la lógica del videojuego. Además, se usaron contenidos holográficos, pero sobre todo, la realidad aumentada lo que ofrecía era una forma de recompensar la participación del público.
En nuestras obras usamos mucha tecnología, pero se percibe cierta desconfianza hacia la misma; esa tensión es una incoherencia maravillosa en la que me gusta habitar
En vuestras obras usáis mucha tecnología, pero a la vez se percibe cierta desconfianza hacia la misma. ¿No os resulta contradictorio?
A mí me parece una incoherencia maravillosa en la que me gusta habitar. Además, no es tanto una desconfianza hacia la tecnología en sí, sino una reflexión sobre cómo los humanos la usamos y cómo nos transforma. Lo que realmente nos interesa es explorar en quién nos convertimos a través de la tecnología. Por eso solemos incorporar tecnologías que quizás no fueron diseñadas originalmente para las artes escénicas, y así exploramos sus límites y posibilidades dentro de nuestras propuestas. Dentro del contenido, esa reflexión se plasma en preguntas como: ¿qué ocurre cuando llevamos la tecnología al extremo? ¿Qué nos sucede o a dónde podemos llegar? Así que creo que esa contradicción es una incoherencia muy interesante y productiva para nuestro trabajo.
Concretamente, en vuestra pieza transmedia llamada Post_Panoptikon, el tema central es la vigilancia perfecta según Bentham, que es aquella en la que los mismos presos se vigilan a sí mismos, un rizo sobre el rizo del Gran Hermano orwelliano.
Bueno, nuestra idea del postpanóptico viene más de Byung-Chul Han, quien plantea que vivimos en una época en la que la sociedad de la vigilancia está interiorizada y somos nosotros mismos quienes nos vigilamos. Ya no es tanto una vigilancia externa, sino una mirada interna permanente que nos observa y nos juzga. Queríamos relacionar esto con la necesidad constante de proyectarnos, de mostrarnos en redes sociales y en otros ámbitos como personas exitosas y felices. Esa mirada externa, que a veces ni siquiera está realmente presente, influye profundamente en nuestras decisiones y en nuestro estado de ánimo.
El filósofo surcoreano también os ha influido en otras obras. En Enjambre, por ejemplo, tratáis el tema de la autoexploración laboral y cómo la tecnología también colabora en crear la denominada sociedad del cansancio.
Sin duda, la tecnología y su promesa de eficiencia nos hacen sentir que podríamos ser aún más productivos, lo que nos atrapa en nuevo tipo de esclavitud. Esta autoexplotación constante está vinculada a su vez al concepto del postpanóptico, donde sentimos la necesidad permanente de estar produciendo y avanzando. A veces, ese sueño de progreso se convierte en nuestro propio tirano, una carga que nos domina y condiciona.