¿Y si la democracia no fuera un sistema cerrado, sino un experimento continuo donde todos participamos en la búsqueda de la verdad? Esa fue la apuesta radical de John Dewey (1859-1952), filósofo, pedagogo y padre del pragmatismo estadounidense.
La idea básica de Dewey la formuló en el libro The Public and Its Problems, en 1927: “El método de la democracia es sacar los conflictos a la luz, donde sus demandas específicas puedan ser vistas y evaluadas, donde puedan ser discutidas y juzgadas”.
Y ahora, en una época donde la inteligencia artificial organiza lo que vemos, los algoritmos amplifican los enfrentamientos y el debate público se dispersa, esa frase nos lleva a entender el principio máximo de la democracia. Dewey creía que los desacuerdos no eran una amenaza para la democracia, sino su combustible. De esta forma, frente al secreto y la propaganda, defendía la exposición pública de los conflictos como condición necesaria para deliberar juntos. Y, por supuesto, en contra de cualquier mentira (fake news) posible.
John Dewey, filósofo.
Dewey concibió la democracia no como un estado político, sino como un método de investigación colectiva (enquête). Inspirado por Darwin, entendía la sociedad como un organismo que aprende y se adapta. En lugar de verdades absolutas, hablaba de “asertividad garantizada”: creencias válidas solo mientras los hechos las sostengan.
La democracia, para él, debía funcionar como una comunidad científica: personas investigando en común cómo resolver sus problemas sociales. Su definición más conocida resume esa visión: “Una democracia es más que una forma de gobierno; es, ante todo, un modo de vida asociado, de experiencia comunicada en común”.
La clave estaba en la comunicación y en el intercambio abierto de ideas. Como escribió también el propio Dewey: “De todos los asuntos, la comunicación es el más maravilloso”.


