Tinieblas fascinantes

Releí no hace mucho, a finales del 2024, para el club de lectura que coordino, El corazón de las tinieblas. Joseph Conrad, murió en agosto de 1924, y pensé que teníamos que celebrar el centenario de un autor que, como ocurre con los vinos, mejora con el paso del tiempo. Es sabido que El corazón de las tinieblas es el testimonio más sobrecogedor del colonialismo europeo. Podría parecer contradictorio que una novela (ficción) sea el más verídico testimonio de unos hechos pasados. Pero es una paradoja de la gran literatura: desde la Biblia y desde Homero, las verdades humanas cristalizan más genuinamente en los grandes textos literarios que en las crónicas o en los estudios de sabios y expertos.

Esto puede verse, por ejemplo, en Incierta gloria de Joan Sales. Es una ficción novelística, pero, en mi opinión, ningún libro de historia, ningún testimonio de la Guerra Civil ha alcanzado la profundidad y la poliédrica com­plejidad humana de la escritura de Sales. Soldado en el frente de Aragón, habría podido escribir un ensayo histórico, pero nos habríamos perdido otras muchas dimen­siones: psicológicas, culturales, vitales.

Atrapados, pasivos, maravillados por la irrefrenable ascensión del mal

Algo parecido podríamos decir de algunas novelas situadas en los campos de concentración nazis: Si esto es un hombre de Primo Levi o K.L. Reich de Amat-Piniella, novela colosal, en catalán, sobre el internamiento de los prisioneros de guerra en los campos de exterminio nazi. ¿Por qué unos chicos normales, unos jóvenes alemanes que hacían el servicio militar, fueron capaces de participar de forma continuada en la experiencia del mal absoluto? La narración de Levi permite deducir que la bestialización de los judíos fue el mecanismo fundamental. Podían masacrarlos como ratas porque las normas y los usos del campo los reducían a la condición de ratas: sucios, malolientes, cadavéricos, hambrientos, enfriados, peleándose por un trozo de pan seco.

Amat-Piniella, en cambio, hace hin­capié en las víctimas, en las diversas ma­neras de resistirse al mal. Francesc, el op­timista, muere después de un gesto he­roico. Emili, pesimista y dubitativo, sobrevive dibujando pornografía para un mando. El posibilista August acaba interiorizando la lógica del verdugo. Ernest, prostituido y vanidoso, interioriza la lógica y los vicios del verdugo. El comu­nista Rubio jerarquiza la fraternidad y
sitúa en primer lugar a los internos del partido. Las víctimas no son ángeles: en su instintiva lucha por sobrevivir, destilan lo mejor y lo peor de la naturaleza humana.

Genocidio congoleño. Congo

Dos misioneros con unos nativos congoleños que muestran manos cortadas, en una imagen de 1904 

Alice Harris / Wikimedia Commons

Joseph Conrad experimentó el cabotaje en el río Congo y conoció de primera mano la inmensa finca privada, una gigantesca explotación esclavista, de Leopoldo II, rey de los belgas. La novela es la narración del ávido viaje de la civilización europea a las profundidades del mal. Para explotar las riquezas (marfil, en la novela) de aquel territorio, miles de indígenas son sacrificados y maltratados. Se destruye su hábitat, se someten las tribus, se produce una inmensa devastación y, si es necesario, se bombardea la selva desde el mar. Escrito con una prosa hipnótica, precisa como una navaja, la novela hace mucho más que narrar hechos o circunstancias de la explotación, crueldad y devastación europea. Conrad no pretende moralizar sobre la mutación de la civilización en barbarie, sino que nos conduce hasta la figura fascinante y espantosa de Kurtz, que encarna la irrefrenable seducción del mal.

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Antoni Puigverd
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La novela, que tiene toques modernistas, más que narrar, crea un clima asfixiante en el que se mezcla la niebla espantosamente húmeda del río Congo, la oscura opresión de la selva, la magnética y amenazadora presencia ancestral de los indígenas y la pavorosa avidez de los europeos. 100 años atrás, Conrad debió de sacudir muchas conciencias, pero hoy nos interpela sobre todo por la actitud del narrador, Marlow: empático con el sufrimiento que observa, pero impotente, fatalista, pasivo. Marlow aparece en otras novelas y seguramente es el alter ego del autor. Descrito hace más de 100 años, es un personaje muy contemporáneo: nuestro hermano, nuestro espejo. También nosotros empati­zamos con los dolores del mundo, pero incapaces de movernos, atrapados, inevtablemente pasivos, acabamos fascinados frente a la luz azul de las pantallas, mara­villados por la irrefrenable ascensión del mal.

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