Los boomers jugábamos de niños con soldaditos y leíamos los cuadernos de Hazañas bélicas. Las guerras estaban presentes en las casas por los recuerdos de nuestros padres y por las películas sobre la guerra mundial. En la universidad, fuimos una generación pacifista, que cantaba las canciones de John Lennon o Joan Báez, y que llevaba camisetas con el símbolo de la paz creado por Gerald Holtom. Donald Trump pudo haber sido uno más del grupo.

De hecho, era un preadolescente dulce y divertido, al que le encantaba jugar al béisbol con su amigo Peter Brant en Queens. Con once años, los dos solían ir en metro hasta Manhattan, como un rito iniciático para conocer el mundo real. Fueron grandes colegas hasta que el padre de Trump le descubrió una colección de navajas que habían acumulado y lo envió a la academia militar de Cornwall, a dos horas de Nueva York, lejos de las comodidades de las que había disfrutado y de su mejor amigo.
Trump envía los marines a Los Ángeles y se regala un desfile militar en Washington
Encomendarse a la disciplina militar con trece años fue un duro golpe. Los reclutas estaban a las órdenes de un veterano de la II Guerra Mundial, que era conocido por su maltrato. Allí Trump fue víctima de castigos físicos, mientras su padre le insistía en que en la vida había que resistir para ganar. Cuando entró en la Universidad de Fordham, en el Bronx, se liberó de aquello, pero algo le acabó fascinando de aquel régimen autoritario porque el sábado ha decidido regalarse un desfile en su 79.º cumpleaños, mientras envía a los marines a Los Ángeles a poner orden, saltándose la autoridad del gobernador demócrata de California.
Había soñado con un autohomenaje así en su primer mandato, pero se lo desaconsejaron. Sin embargo, ahora no hay quien lo frene. Desea una parada militar el día 14, celebrando al mismo tiempo los 250 años del ejército de Estados Unidos y su aniversario. Trump se dará un baño de uniformes y cañones en Washington, que costará 50 millones de dólares.
Einsenhower siempre dijo que las exhibiciones militares solo las hacían los soviéticos en la plaza Roja de Moscú para ocultar su debilidad. Se olvidaba de que hay quien las monta para alimentar su ego. O para recordar aquel adolescente a quien maltrataba un veterano sin escrúpulos.