Los catalanoparlantes tenemos una lengua que anda más bien justita. Vamos con el pie cambiado en este mundo globalizado de mutación acelerada del paisaje humano de los pueblos. El impacto de la inmigración y el suicidio demográfico derivado de la tasa de natalidad en las sociedades como la nuestra, complican mucho las cosas a las lenguas que, digámoslo así, no son de carácter y tradición imperial.
Esta amenaza general sobre las lenguas débiles y los particularismos no es la única que planea sobre el catalán. Se añade a las que vienen de más lejos y sobre las que ahora no cabe entretenerse. Aun así, lo cierto es que la convivencia lingüística en Catalunya tiende a la ejemplaridad. Pero si es así, y debemos reconocerlo, es por la renuncia colectiva e individual a ejercer el catálogo de derechos lingüísticos en toda su amplitud. Nos manejamos sabiamente entre lo aspiracional y lo posible.
Hay obligaciones lingüísticas para
el que llega; no hay más debate
La polémica protagonizada por el Ayuntamiento de Barcelona a raíz de algunas escenas teatrales interpretadas por la compañía Teatro sin Papeles en la presentación del informe del Observatorio de las Discriminaciones 2024 es de lo más oportuna. Nos pone ante la nariz como puede ser de diferente la percepción e interpretación de los hechos por personas y grupos que comparten la misma realidad.
En los sketches interpretados por esta compañía, la lengua catalana se asimilaba a la propia de un sistema autoritario que niega el mínimo auxilio al individuo por una cuestión idiomática. La desesperación del inmigrante que habla castellano pero no catalán se asimila casi a la del judío en la Alemania de las primeras leyes raciales. La dignidad del individuo pisoteada en nombre del supremacismo lingüístico, hasta el punto de negarle el pan y la atención sanitaria comprensible.

Teatro sin Papeles se supone que ha satirizado unos hechos que toma por ciertos. Y probablemente la reacción que ha provocado su actuación entre la comunidad catalanoparlante reafirmará a la compañía en su prejuicio.
¿Cómo debemos reaccionar el reto sabiendo que hay personas que viven la realidad lingüística de este modo? De natural, la primera respuesta, es el desprecio. Enviarlas a tomar viento o a algún lugar peor. Escogen Catalunya para armar su proyecto de vida y la manera de mostrar agradecimiento por la que es su tierra de acogida es menospreciar la lengua y la teórica obligación de conocerla. Una obligación que, insistamos en ello, es más bien una aspiración que convierte en inaplicable el principio de realidad.
Como los catalanoparlantes deben ser siempre generosos y flexibles en la cuestión de los usos lingüísticos para no ser tildados de paletos y supremacistas, la respuesta conviene que sea otra. Solo que ésta no puede ser contemporizadora. Educada sí, pero también decididamente firme. El inmigrante ha sido y es bienvenido, pero tiene obligaciones legales y también morales. Y en un país con dos lenguas, esto pasa por manejarse con ambas. Y es responsabilidad de los poderes públicos, pero más aún de la propia sociedad de acogida, empujar y forzar –sí, forzar– que esto sea de este modo.
Cualquier otro camino, empezando por otorgar el beneficio de la duda a las tesis desprendidas del lamentable espectáculo teatral o preguntarnos a nosotros mismos si el catalán es lo bastante atractivo o no, si tiene utilidad o no, equivale a bajarse injustificadamente los pantalones hasta los tobillos. Un desprecio a la dignidad sí, pero a la de los catalanohablantes.
Tanta paciencia, empatía y comprensión como sea necesaria con quien llega de fuera. Pero las cosas claras y a la cara: está obligado a aprender catalán. Es su deber y debe cumplirlo en favor de la comunidad y también en su propio beneficio. Pero por donde no vamos a pasar el resto, ni tan siquiera aquellos que militamos con convencimiento en la moderación y la comprensión de una realidad compleja que hace imprescindible las cesiones permanentes en favor de la convivencia y la comunicación, es por la vergüenza de ser cornudos y apaleados.