Goethe está en Roma. Pasa allí todo el verano, pues su viaje por Italia durará dos años. Ya en su niñez anhelaba visitar “el país en el que florece el limonero”, pero hasta bien avanzada la treintena no cruza los Alpes. Viaja lentamente. Largas estancias en las principales ciudades. Con pausados carruajes, bordea lagos y ríos, recorre bosques, marismas y llanuras. Se hospeda en modestos hostales o en palacios suntuosos, invitado por nobles o embajadores. Disfruta de la comida, del arte y de los paisajes, de ruinas, templos y palacios.

Observa la vida pintoresca, reflexiona sobre las costumbres, estudia arte en museos y colecciones particulares. Toma apuntes botánicos. Lee mucho, practica el dibujo. Cuando observa un paisaje se imagina el cuadro que podría pintarse. Admira a las mujeres, se deja interrogar por los restos históricos, intenta comprender el humor popular.
Estoy tan lejos del mundo que leer las noticias me produce un efecto extraño
Conversa con expertos en arte, con aristócratas ingleses o germánicos residentes en Italia, como Angelica Kauffmann, ahora reivindicada como un gran nombre de la historia del arte (quien confesará a Goethe que su marido, viejo y avaro, le obliga a pintar por encargo en detrimento de su arte genuino). También habla con cocineras, campesinos o palafreneros. Para aprender a dibujar, estudia anatomía, no desdeña ninguna materia. Cada noche anota sus impresiones en un diario que, muchos años más tarde, reescribirá en Viaje a Italia, el libro que yo repaso cada verano.
Me gustaría viajar así y no como un turista, obligado a formar parte de una masa frenética y apretujada. Viajar sin prisas. Observando, leyendo, conversando, comiendo. Viajar y civilizarse. Puesto que nunca podré viajar así, prefiero hacerlo a través grandes libros como este.
Goethe visita la Capilla Sixtina. Quien no la ha visto –escribe– no puede hacerse cargo de lo que es capaz de hacer un solo hombre. Y después de reflexionar sobre aspectos artísticos, confiesa algo que yo también siento ahora, escribiendo mi primera columna veraniega: “Estoy tan lejos del mundo y de las cosas que pasan, que leer las noticias me produce un efecto extrañísimo”. Es el problema de vivir hacia dentro: que cuando proyectas los ojos hacia fuera no entiendes nada.