El gesto que tuvo el diseñador Miguel Adrover publicando sus propios correos para avergonzar a Rosalía por no posicionarse en público sobre el genocidio en Gaza se percibió como algo poco inocente, sospechoso de buscar rédito personal. Que lo hiciera dos días antes de estrenar un documental, producido además por C. Tangana, ex de la cantante, no ayudó mucho. La propia Rosalía respondió con un mensaje que parecía escrito por ella misma –no redactado por un equipo de RP ni por ChatGPT–, pero que resultaba impreciso y vago. La compositora se despedía en la nota sin incluir ni un enlace a una oenegé, agradeciendo a “sanitarios, activistas, periodistas” su trabajo “en esta y muchas otras causas”, un querer decir mucho que es como no decir nada.

De todo el episodio quedó una sensación pringosa que nos lleva acompañando todo el verano, el que arrancó con la polémica en torno al Sónar, que ahora es en gran parte propiedad del fondo proisraelí KKR. Esta misma semana, otro festival que pertenece al mismo grupo, el Arenal Sound en Borriana, reprodujo a mucha menor escala el mismo baile de cancelaciones, protestas y comunicados. El grupo La Fúmiga se retiró del cartel, Bad Gyal siguió adelante con su actuación, pero la paró para decir que le parece “inhumano” lo que está pasando en Palestina.
Todo se siente un poco performativo cuando el genocidio ya no es compatible con la vida normal
El vídeo del momento, que corre por redes, no es cómodo de ver. Los aplausos del público, la disonancia de un show que celebra la noche y la fiesta (que no falten nunca) llamado Bikini Badness y ese momento sombrío incrustado ahí un poco para salvar los muebles. Todo se siente un tanto así, un poco performativo y sobrante, ahora que el genocidio y la hambruna provocada por el Gobierno de Netanyahu han entrado en una fase que nos cuesta compatibilizar con lo que entendemos aquí por vida normal.
No es del todo cierto, como se dice, que no haya manera de hacerlo bien, posicionarse sin que parezca que se hace tarde y a rastras. Algunos artistas han sido coherentes y proactivos desde el principio –el músico Paul Weller y la actriz Nicola Coughlan vienen a la cabeza–, el resto parece moverse en una batalla entre el virtue signalling y la gestión de daños que distrae de lo importante.