Tengo tanto ruido en la cabeza que voy a intentar meditar cinco minutos antes de escribir esto. Disculpen las molestias. Es que ya habrán visto ustedes que esta sección veraniega se titula La vida lenta. En el periódico me dicen amablemente que no me preocupe por eso, pero no se imaginan el verano que atravieso, sin vacaciones sobrevaloradas ni lentitud alguna. Lo menos que puedo hacer es preparar la mente meditando un poco, aunque no se me dé bien. Cierro los ojos, relajo los hombros, pongo la alarma del móvil dentro de cinco minutos.

Intento llevar mi atención a la respiración. Notar en las aletas de la nariz el aire que entra frío y sale caliente, según me dijo un meditador serio. Inspiro y exhalo con naturalidad. Pero a mí me parece que el aire tiene la misma temperatura a la entrada que a la salida. Yo no noto ninguna diferencia. No sé usted. Y soy una de esas personas que si piensan en la respiración acaban ahogándose. Así que cambio el punto de atención a los latidos del corazón. No es fácil encontrarlos, ni es poca cosa escuchar la sangre. Y los rugidos de esta nevera que no calla jamás.
Soy una de esas personas que si piensan en la respiración acaban ahogándose
Lo mejor de la meditación es la posibilidad de apartar basuras de la mente. El alivio de no identificarse con cualquier cosa que se te pase por la cabeza, como si fuera profunda. Cuántas veces solo son huesos de pollo, dándose importancia. Lo descubrí casualmente una mañana en la que andaba sufriendo, en la cocina, con uno de esos pensamientos emocionales que no te dejan desayunar en paz. Esta obsesión es basura, me dije de pronto. Y, al ver el cubo al lado del fregadero, visualicé mi mano agarrando al vuelo el pensamiento adictivo, una especie de mondongo rojo, y lo tiré a la basura. Qué liberación.
Pero aparto este recuerdo y regreso a los latidos de mi corazón perdido. Creo que los noto en un dedo. O es un hormigueo porque se me ha dormido la mano. Lástima el ruido de la nevera, chupándolo todo. Me pica un pie. Volvería a los latidos si no fuera por la nevera, apoderándose de la casa y las profundidades de mi alma. Y la maldita gata que oigo cómo araña el sofá, aprovechando mi inmovilidad zen. Menos mal que suena la alarma del móvil. Gracias por la espera y vamos allá.