Hacer de guía de tres amigos que visitan Barcelona en pleno mes de agosto es una experiencia interesante. Por suerte, los visitantes son lo suficientemente independientes para no exigir una atención permanente, pero sí unos mínimos de hospitalidad y de afecto que, en mi caso, intentan corresponder a cuando los visité en su país. Hace unos días que compré entradas para el Museu Picasso, que permite disfrutar de unos registros turísticos complementarios: museo, Santa Maria del Mar, barrios, comercios y eso que antes llamábamos “color local”.

Balance: el Museu Picasso les encanta, la exposición que homenajea a Claude Picasso les entusiasma, la calle Montcada les enamora y la multitud les marea un poco (de propina, asistimos al tradicional tirón de bolsa y a la consiguiente, infructuosa, persecución).
Al mediodía, sin embargo, uno de los visitantes sufre un bajón (no sé si de azúcar, de tensión o de ambas cosas). Solución: pillamos un taxi y nos refugiamos en el apartamento que han alquilado, junto a la plaza Francesc Macià. El desfallecido no tarda en recuperarse e insiste en almorzar en la pizzería que hay en los bajos del edificio del apartamento.
Problema: no me atrevo a confesarle que esta pizzería figura en la lista negra de locales a los que había jurado no volver jamás. Me pregunto si este tipo de juramentos prescriben y si, en función de las circunstancias, puedo acogerme a un indulto provisional. El caso es que entramos. Comedor casi lleno, buena atención (en catalán) y ninguna mirada de asco por no haber reservado con décadas de antelación.
En la carta, una excéntrica “ensalada soviética” (atún y langostinos). Al preguntar por las razones de esta denominación de origen –los tentáculos del imperio soviético son inescrutables–, no me lo saben decir. Intento recordar por qué juré que no volvería nunca más, pero, quizá porque ocurrió antes de los Juegos Olímpicos, la memoria no responde.
Almorzamos. Hablamos. Reímos. Incluso le pedimos al camarero que nos haga una foto. Con la responsabilidad de representar dignamente la hospitalidad barcelonesa, me ofrezco a pagar la cuenta. Cuando me la traen, tengo que leerla dos veces y entonces recuerdo, como si fuera ahora, por qué – Enjoy the city !– juré que nunca más volvería.