En el centro del cuadro, un hombre con bigote rubio y esmoquin mira al frente con gravedad mientras su mujer, más alta que él gracias al moño, cierra los ojos. Se trata de la obra Fiesta en París, de Max Beckmann, y la primera vez que la vi me removió pues todo en ella es premonición, como si un ave negra acechara a los personajes, caricaturas de sí mismos, que quieren divertirse aunque se miren sin verse, dando la espalda al cantante. El cuadro se ha explicado con nombres y apellidos. Beckmann lo empezó en 1925, lo retocó seis años más tarde, y en 1947 introdujo nuevos personajes, como el embajador alemán en París, que en la esquina inferior derecha se cubre la cara con espanto.

Fiesta en París, de Max Beckmann
Cuatro escotes aparecen en la obra, pero ni la piel de las damas enjoyadas logra rebajar la tensión siniestra de unos personajes comprimidos y asfixiados. Entre ellos se halla el príncipe europeísta Karl Anton Rohan, impulsor de la Europäische Kulturbund, que disolvió el Tercer Reich. La sensación de presagio invade la atmósfera, dentro y fuera del cuadro. Y no es extraño: cuando Beckmann terminó por primera vez la obra, Hitler publicaba su enloquecido Mein Kampf , escrito en la cárcel. Hace dos meses, el escritor José Lázaro ha publicado un ensayo titulado El éxito de Hitler. La seducción de las mas as (Triacastela), en el que analiza sus ideas y mensajes. “Se acabaron las humillaciones y frustraciones. Vamos a ponernos en pie y a reclamar lo que es nuestro”. ¿Les suena?
¡Qué poco ejemplares han resultado los paños calientes tendidos a Netanyahu y la servil adulación a Trump!
Así hablan Trump, Putin o Netanyahu. Volvamos a hacer grande América, Rusia o Israel, dicen. Señala Lázaro como detonante la vieja rabia de Hitler, muy profunda, capaz de conectar con la frustración del pueblo llano. El libro es valiente al explorar el pensamiento del genocida que durante años subyugó a los alemanes, quienes paseaban sus cuellos de piel por los bulevares de Berlín o Munich mientras millones de judíos eran enviados a las cámaras de gas. Los asesinatos tenían lugar bien cerca de los espacios en que los niños alemanes jugaban o disfrutaban de sus vacaciones.
Este verano he vuelto a pensar en la pintura de Beckmann mientras nos bañábamos en aguas turquesa y las noticias anunciaban insoportables capítulos de la masacre en Gaza. ¿Cuántas veces oímos decir a nuestro alrededor “ya no volverá a haber una guerra como las de antes, con morteros y carros de combate”? Todo será más sofisticado. Pero esa guerra antigua, de acoso y derribo, nos ha desnortado. En Gaza se desprecia todo principio básico de humanidad y no existe derecho internacional que valga. Sus habitantes no tienen adónde ir, a diferencia de iraquíes o afganos, que podían hallar refugio en los países vecinos. Aún menos compasión que alimentos. Josep Borrell, impotente ante la barbarie, dio con las palabras acertadas: “Europa ha perdido su alma”. ¡Qué poco ejemplares han resultado los paños calientes tendidos a Netanyahu, igual que la servil adulación a Trump! La posición moral del Viejo Continente, antaño tan influyente, es hoy sumisa hasta la complicidad.

Acaba agosto y la luz empieza a acortarse, aunque la tarde todavía sea holgada. El clima funesto y las malas políticas han calcinado un buen trozo de España. El mundo parece cada vez menos fiable. Tanto, que en los cursos de inteligencia artificial nos subrayan que la primera regla es no fiarse, sospechar siempre; ejercer la vigilancia para no ser invadido por un misil virtual. En el vagón de un tren destino a Alicante me encuentro con tres niños y sus pantallas desaforadas. Entablo conversación con el padre en voz baja. Son palestinos de Cisjordania, y regresan. “Es nuestra casa, ¿qué vamos a hacer?”, me dice el hombre, confiado en que pronto acabará la guerra. Los dos hijos y su madre siguen absortos en sus iPads , pero la niña, siete u ocho años, nos mira de reojo y escucha sin que se note. Al salir del tren, me sonríe tan dulce que vuelvo a sentir un pellizco, entre la impotencia y la vergüenza. Se alejan con sus maletas de colores estridentes cargadas de resignación, rumbo a casa, donde el viento les trae cada día el olor a pólvora mientras el resto del mundo apura la copa del verano mirándose sin verse, como los personajes del cuadro de Beckmann.