La compañía Delta Airlines plantea usar la inteligencia artificial para personalizar el precio de los billetes: se trataría de cobrar a partir de los datos que proporciona el rastro digital de cada cliente. Si, por ejemplo, publicas en Instagram que se ha muerto tu hermana en Canadá, cuando intentes comprar un vuelo a Montreal para ir al funeral, será más caro. No hace falta que tengas redes sociales; la IA ya alteraría el precio si hubieras recibido un mail de la impresa funeraria con los servicios disponibles. El objetivo es conseguir que cada persona pague lo máximo según las circunstancias.

De momento, la compañía ha retirado la iniciativa por las críticas. Pero tarde o temprano normalizaremos esta práctica igual que aceptamos la oscilación de precios dependiendo de la demanda, de si queremos elegir asiento, viajar con maleta o de si hemos hecho varias consultas desde el mismo dispositivo o la misma IP (lo que indica un interés por ese billete, más caro al final que cuando empezamos la búsqueda).
Cuanta más información obtiene la IA, más controlable será cada individuo
Que el precio sea mayor para quien más necesita un servicio es habitual en los seguros, los VTC y allí donde no esté regulado; cosas de un mundo a merced del mercado. El uso de los algoritmos tampoco es nuevo. Lo alarmante es la dimensión: la IA procesa las bases de datos compradas a empresas que recopilan el rastro digital de los usuarios, y con ello elabora perfiles y modelos de comportamiento que responden y se anticipan a sus demandas. Cuanta más información obtiene, más controlable y manipulable será cada individuo.
El pretexto comercial monetiza todo lo que tiene que ver, no solo con la privacidad, también con la intimidad, ese espacio de libertad único tan menospreciado. Lo despoja de humanidad y lo convierte en producto. Adquiere tus contactos, tu imagen, tu voz, información sobre tus gustos, tus gastos, tus ingresos, tus opiniones, tus llamadas y mensajes, dónde vives, dónde estás, en qué trabajas, qué ves, qué escuchas, qué te preocupa, a qué juegas.
Ha llegado a un punto en el que ya no es regulable, porque no hay restricción ni sanción que lo pare. Todo lo que hagamos a través de una pantalla es información registrada que se nos puede volver en contra. Y tanto da si no tenemos nada que ocultar. Hemos dejado de ser dueños de nuestros datos.