A Donald Trump no se le juzgará por su errática retórica y sus mentiras, sino por los hechos. De momento, no es cierto que haya terminado siete guerras o que la ONU sea un fiasco porque la escalera mecánica y el teleprompter no funcionaron cuando iba a pronunciar un largo discurso que atacaba frontalmente a la misma institución, a las organizaciones internacionales, a “la estafa” del cambio climático, a la Unión Europea, al alcalde de Londres y al presidente brasileño.

Donald Trump ante la Asamblea General de la ONU, el pasado martes
Es un hombre de reacciones imprevistas, como cuando al referirse a Ucrania afirmó que Zelenski ganaría la guerra y recuperaría todo el territorio que ha sido ocupado ya por Rusia. Fue Trump quien dijo que Ucrania había empezado la guerra y fue él quien humilló a Zelenski en una vergonzosa encerrona en la Casa Blanca.
La ley del más fuerte que exhibe Trump suele perjudicar a los más débiles y vulnerables
Sus discursos no tienen matices ni se situan en un marco histórico. Todo es blanco o negro, bueno o malo, sin matices y sin respeto al que piensa distinto. Ataca con desprecio a Joe Biden y a cualquiera de sus oponentes. Hasta la realeza británica le recibió con toda la pompa para satisfacer su ego.
En el multitudinario acto en recuerdo del asesinado Charlie Kirk en Arizona, discrepó de la viuda del activista –que perdonó al autor del crimen invocando el nombre de Cristo– diciendo: “Yo odio al adversario”. El odio que se ha introducido en la política norteamericana y de distintas maneras en las democracias liberales es autodestructivo. Es el camino más directo hacia un autoritarismo que se sustenta en el populismo demagógico.
Los rivales políticos ya no son los competidores en un juego democrático, sino enemigos a los que hay que derrotar por cualquier medio. Sus lamentos de que los inmigrantes nos invaden, los competidores nos roban o la oposición nos traiciona forma parte de un relato peligroso y falso.
En las calles, en los barrios, en las universidades, en los parlamentos y en la sociedad todavía quedan voces que recuerdan que las libertades solo sobreviven si se reconoce al otro como parte del sistema. Los muros políticos, ideológicos, sociales y humanos debilitan a los más vulnerables y no favorecen la prosperidad, la justicia y la convivencia. La ley del más fuerte suele ser la del más débil.