Los presidentes de China y Rusia hablan poco: prefieren la elocuencia de sus hechos. La Unión Europea se expresa a través de su presidenta, Ursula von der Leyen, pero su voz tiene menos influencia que la de los dirigentes de algunos de los estados miembro. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, encarna un universo aparte: habla, tuitea y amenaza a diario, pero de forma tan mercurial que el valor de sus palabra empieza a ser relativo. Nunca Estados Unidos había tenido un líder tan desconcertante. Se diría que entre la autoridad que confiere la coherencia o la palabra dada y la tentación de dar titulares a todas horas, Trump prefiere lo segundo. Un estilo de gestión que dinamita los principios de Estados Unidos desde 1945 –y de las relaciones internacionales– y fomenta el relativismo, cosa que refuerza la volatilidad, a la que tan alérgica es la buena gobernanza. A Donald Trump nunca le oiremos decir que el bien no necesita ruido...
La intervención del presidente de Estados Unidos ante la Asamblea General de las Naciones Unidas refuerza ese estilo mercurial que le caracteriza. Al igual que una capacidad única de ofender más de la cuenta, aliados incluidos, a la vista de su alegato contra las reglas del juego internacional y sus instituciones, moldeadas precisamente por Estados Unidos tras su victoria en la Segunda Guerra Mundial.
Entre la coherencia y la tentación de dar titulares y bandazos, el presidente de EE.UU. opta por lo segundo
En 56 minutos de discurso y después en las redes sociales, Trump mostró un giro espectacular respeto a la guerra de Ucrania. Ahora, el líder estadounidense sostiene que Kyiv está en condiciones de recuperar todo el territorio ocupado por las tropas rusas. Como si la situación en el terreno fuese irrelevante, Trump sintetizó la opinión en un “¿y por qué no?”. Es una lástima que no lo hubiese pensado antes o, cuando menos, aquel infausto 28 de febrero en el que llegó acusar a su invitado y presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, de jugar con el riesgo de la tercera guerra mundial y todo por su oposición a firmar una paz deshonrosa con Rusia. El mensaje presidencial en una reunión tensa y sin precedentes en el despacho oval –tratándose de un aliado– fue todo lo contrario: Ucrania debía contentar al presidente de Rusia, Vladímir Putin.
Meses más tarde, Trump parece haber descubierto la naturaleza imperial del que trataba como un amigo y lo ingenuo que fue al pensar que la guerra se podía terminar a base de marginar a Zelenski (y a Europa), como si se tratase de un asunto bilateral de esos que se resuelven en cinco minutos si se implican los máximos mandatarios. De no ser por la contrastada capacidad de resistencia de los ucranianos, aquellos reproches a Zelenski hubiesen podido causar una desmoralización tremenda. EE.UU. daba la impresión de que Ucrania no tenía otro futuro que la rendición incondicional y la entrega de parte de su territorio, incluso zonas hoy bajo su control...
Tras desmoralizar a los ucranianos y a Zelenski, Trump los anima ahora a recuperar el territorio
Como ya sucedió con la imposición de aranceles, los cambios de opinión del presidente de EE.UU. desorientan al resto del mundo. ¿Ha dado por liquidadas las Naciones Unidas y otros organismo multilaterales? Escuchando sus palabras, podría inferirse que sí, así lo ha hecho. También la Alianza Atlántica, otro invento de Estados Unidos, sufre las directrices erráticas. Todos los estados pueden estar de acuerdo en la necesidad de mejorar sus estructuras y su efectividad, pero para ello la comunidad internacional necesita saber si EE.UU. está por la labor o prefiere la retórica de las grandes críticas, sin mayores ambiciones. Lo que no se le puede negar a Donald Trump es capacidad de comunicar, tal y como demostró al elevar dos anécdotas a la categoría de símbolos del agotamiento de la ONU (las averías de las escaleras mecánicas por las que subía junto a la primera dama y del teleprompter , ciertamente dos fallos que podrían denotar desidia, un mal demasiado extendido entre una organización a la que la edad parece desgastar).
Días atrás, en el homenaje al asesinado Charlie Kirk, el presidente Trump y el que parecía llamado a un papel clave en el mandato presidencial, Elon Musk, llegaron a saludarse tras un divorcio belicoso. Cortesía aparte, el apretón zanja, por ahora, un episodio de amor y desamor que decía muy poco en favor de la forma de Trump de gobernar. No es de recibo poner en manos de un colaborador la gigantesca tarea de reorganizar la Administración y a los pocos días tirarse los trastos a la cabeza. Ni desanimar a Ucrania un día y animarla después a redoblar sus objetivos militares más inalcanzables.