Escribe Enric Juliana que en un discurso reciente Alberto Núñez Feijóo anunciaba el despertar de una Europa que dejaba de creer “que empobrecerse es bueno”, y que quizá en un futuro próximo veríamos “menos democracia y más prosperidad” (La Vanguardia, 4/X/2025). No se trata aquí de criticar a Feijóo, sino de comentar esa contraposición entre democracia y prosperidad que parece estar en el aire.
Juliana nos recuerda que la Europa no soviética nacida de la guerra se construyó en torno al concepto de prosperidad. El uso del término se ha perdido, sin embargo (no figura en nuestra Constitución), barrido por indicadores como el crecimiento del producto interior bruto, la renta per cápita o la productividad.
Pero, para países como el nuestro, esos son indicadores que cada vez guardan menos relación con lo que de verdad nos interesa medir, que es el bienestar, no solo material, de nuestra sociedad. En los países muy pobres, el crecimiento del PIB suele llevar consigo una mejora de todos los estratos de la sociedad: como se dice, una marea creciente pone todos los barcos a flote. Pero en nuestros países el crecimiento se distribuye hoy de manera muy desigual: mientras la renta de los más ricos crece, la de nuestras clases medias permanece constante. Por otra parte, el crecimiento no tiene en cuenta los efectos colaterales sobre el entorno. Convendría, pues, recuperar conceptos menos primitivos como medida del éxito económico y social. La prosperidad es uno de ellos.
¿Qué es la prosperidad? Es difícil definirla, pero uno la reconoce cuando la ve. Tomemos el caso de Nueva York. Mirando los rascacielos, diremos que es una ciudad muy rica; sin embargo, al saber que 15.000 de los alumnos de las escuelas públicas de la ciudad duermen con sus familias en la calle, quizá dudemos en calificarla de tan próspera como Helsinki.
El comportamiento de los políticos europeos justifica un cierto hastío y alimenta la tentación autoritaria
La prosperidad comprende la idea de bienestar compartido sin diferencias extremas en la calidad de vida de sus habitantes. Un término que empleaba nada menos que Deng Xiaoping para referirse a la sociedad china a la que aspiraba se traducía como pequeña prosperidad. Podemos tratar de capturar la noción con un vector de indicadores numéricos, pero no hemos de olvidar que se nos escaparán siempre aspectos cualitativos, no los menos importantes: el trato humano, el civismo, el talante acogedor o, sencillamente, la alegría. Esa dificultad no es excusa para no intentarlo, sobre todo porque vemos cómo el hábito de medir el éxito de la política económica solo por la riqueza y la renta nos lleva a una sociedad invivible.
La formación necesaria para guiar una sociedad por el camino de la prosperidad es, naturalmente, muy compleja, pero para un futuro político el programa tiene solo una asignatura troncal: patear la calle, como dice un amigo mío. En la calle están las respuestas en un país como el nuestro, allí se expresan necesidades, anhelos y caprichos, si uno sabe escuchar. Una experiencia que puede ser traumática para políticos noveles en ese difícil arte. El político en ciernes no acogerá todos los mensajes con igual simpatía, y de la confrontación de opiniones surgirán las que llamamos hoy izquierdas y derechas, ambas necesarias: unos serán más compasivos, pecando quizá de buenismo, otros más rigurosos, tendiendo a veces a la crueldad. Las políticas correctas en cada momento saldrán de la colaboración, no necesariamente amistosa, entre ambos.
Queda por decidir si la búsqueda de la prosperidad es más fácil en una democracia o bajo un régimen más autoritario. El comportamiento reciente de los representantes europeos justifica un cierto hastío hacia las dos fuerzas que construyeron Europa, la democracia liberal y la socialdemocracia, y alimenta la tentación autoritaria. Hay que recordar, sin embargo, que un régimen totalitario solo tiene justificación si se trata del gobierno de los mejores. Tal como están las cosas, me inclinaría por la democracia, porque ofrece alguna posibilidad, por remota que parezca, de que nuestros gobernantes no sean siempre los peores.
