Castigadores castigados

Pedro Sánchez lleva siete años como presidente del Gobierno, tiempo más que suficiente para que su gestión –o la de cualquier otro gobernante longevo– genere críticas. Ya sea entre ciudadanos progresistas, que en su día le votaron y hoy se sienten decepcionados por algunas de sus políticas, o por los abusos de ciertos dirigentes del PSOE, como entre los conservadores, que no le votarían ni hartos de vino, por considerar una afrenta intolerable su mera existencia y no digamos su larga estadía en la Moncloa.

En la presente circunstancia histórica, gana terreno la idea de aplicarle a Sánchez un voto de castigo en las próximas elecciones. Es decir, un tipo de voto que prioriza perjudicar a quien ostenta el poder, ya sea retirándole el habitual apoyo para entregárselo al adversario, o negándoselo como de costumbre; o bien optando por el voto en blanco o el nulo. El PP defiende abiertamente esta estrategia punitiva, fustigando a diario a Sánchez con todo tipo de acusaciones, no siempre fundadas y a menudo aventuradas o, simplemente, retorcidas. Por su parte, Vox ata al PP junto al PSOE en el mismo potro de castigo, proclamando que hay que penalizar por igual a los dos partidos mayoritarios… y aupar sus propuestas de ultraderecha, dando por hecho que son la mejor opción para el país.

Sesión de control al gobierno en el pleno del Congreso de los Diputados, celebrada este miércoles. El Gobierno vuelve a enfrentarse en el Congreso a una jornada difícil en la que quiere sacar adelante su decreto ley para el embargo de armas a Israel y la ley de Movilidad Sostenible, y en ambos casos ya solo depende de Podemos, que mantiene la incógnita sobre el sentido de su voto.

  

Dani Duch

Como diría un castizo, ahí estamos. Pero, si vamos a hablar de la mejor opción para el país, quizás sea oportuno formular dos consideraciones.

La primera consideración es que resulta aconsejable distinguir entre la posibilidad de tumbar un gobierno y una supuesta garantía de que la fuerza que lo releve será capaz de realizar una mejor gestión. Quienes están en la oposición suelen sugerir que una cosa y la otra están virtuosamente enlazadas. Pero eso está por ver. Uno puede destacar abundando en el insulto y la descalificación, y otro atacando derechos humanos, sin por ello acreditar saberes de gran gobernante. Dicho en otras palabras, pretender que la supuesta incompetencia de un presidente prueba las hipotéticas habilidades del jefe de la oposición como jefe de Gobierno será algo corriente en el juego político. Pero no por ello debemos descartar que, de hecho, se sitúe en la esfera del pensamiento mágico. Y quizás me exceda al calificar tal pretensión de pensamiento.

Los efectos de un voto de castigo pueden ir más allá del Gobierno y afectar a buena parte de españoles

La segunda consideración tiene que ver con la extensión final y verdadera de los efectos del voto de castigo, que en origen se dirige hacia un presidente y su gabinete, para descabalgarlos, pero que puede acabar alcanzando al grueso de la ciudadanía. Porque si el PP, pongamos por caso, llegara al poder muy condicionado por el apoyo de Vox, como ya sucedió en algunas autonómicas, el castigo, además de a Sánchez y los suyos, podría afectar a incontables ciudadanos.

Quiero decir que tal castigo al presidente puede conllevar, en segunda instancia, una desaceleración del proceso de construcción europea –Abascal tilda a sus defensores de “talibanes europeos”–, una pérdida de derechos alcanzados por las mujeres, una revisión de las políticas igualitarias y sociales, la negación de la crisis climática (pese a los recientes sofocos estivales) o una criminalización de los inmigrantes, a los que los ultras reducen a la condición de amenaza a la identidad y la seguridad nacionales. Si eso fuera así, buena parte de los españoles dados al voto de castigo podrían pasar de castigadores a castigados. El resto, a castigados sin más.

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