Autoridad o autoritarismo

La inabarcable abundancia de información que nos proporciona el mundo digital, y que tanto criticamos, genera a menudo conexiones interesantes.

Este verano, leyendo La escuela del alma , la última obra de Josep Maria Esquirol, de quien soy devoto confeso, me tropecé con una reflexión acerca de la relación de confianza entre el maestro y el alumno. Obviedades, que precisamente por serlo tendemos a olvidar, o a ignorar.

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Josep Maria Esquirol es filósofo, ensayista y catedrático de filosofía de la Universitat de Barcelona 

Miquel González / Shooting / Colaboradores

Nos recuerda Esquirol que la autoridad se otorga, no se impone: “¿Quién tiene autoridad? Solo aquel al que se le reconoce una valía”.  Como con tantas otras palabras que hemos inutilizado, autoridad se entiende hoy de un modo erróneo: “Es necesario evitar una confusión funesta y muy extendida: la confusión entre autoridad y poder”.

(Sumando conexiones, el otro día en una charla Javier Fernández Aguado insistía en la diferencia entre Potestas y Auctoritas , tan decisiva en el pensamiento político romano. La primera se refiere al poder que uno tiene en función de su cargo, la segunda es la pleitesía que esa persona genera independientemente de lo que anuncie su tarjeta. De la legitimidad institucional, que viene de arriba, al reconocimiento, que procede de abajo)

Esquirol recurre a la etimología para rescatar el significado: “Autoridad: auctoritas viene de augere , que significa hacer crecer, aumentar. Al igual que autor, que es principalmente, quien crea, quien da pie a algo.” Y finalmente advierte: “Pero hay que estar alerta: el autoritarismo y la violencia son la total degeneración de la autoridad, están en sus antípodas”.

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Un artículo comentando el discurso de Mario Draghi en Rimini, sobre el estado de Europa en este verano de la humillación, interrumpió mi lectura de Esquirol. Y algo más tarde otro de Eloy García en El Confidencial sobre António Costa. Los dos abundan en la comparación entre la categoría política e intelectual del italiano y el portugués en contraste con la blandura tecnocrática y funcionarial de Von der Leyen.

Leído todo ello en el contexto del trumpismo y del auge de los gobiernos y de los partidos que defienden un regreso al autoritarismo, los textos adquieren un tono profético, casi de revelación.

Puede resultar paradójico, pero es muy posible que la expansión del autoritarismo proceda precisamente de la falta de autoridad de los políticos responsables de enfrentar los nuevos desafíos (como anticipó Hanna Arendt en ¿Qué es la autoridad? ).

De hecho, si nuestros políticos estuvieran genuinamente interesados en destruir la confianza en ellos mismos que construye la autoridad, harían exactamente lo que están haciendo: insultarse, despojarse de dignidad los unos a los otros. Lo triste es que no parece que esa sea su intención.

Es natural que, si quienes nos gobiernan, y quienes pretenden gobernarnos, no inspiran confianza, y no son dignos de que les otorguemos autoridad, los ciudadanos busquen refugio en quien pretende imponerla. El autoritarismo no es el exceso de autoridad, es su ausencia.

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