Paco, mi hermano mayor y mi primer maestro profesional, sigue iluminándome con una frecuencia que hoy agradezco mucho y públicamente.
Este verano, por ejemplo, me envío un fragmento del libro de Javier Cercas sobre el Papa Francisco, El loco de Dios en el fin del mundo, que hacía pensar.
Es un breve momento de su larga conversación con Antonio Spadaro, a propósito del debate permanente y muy actual sobre el celibato y el sacerdocio, cuando el jesuita reflexiona: “Sí, pero tampoco hay que simplificarlo o considerarlo la panacea. Yo conozco pastores protestantes, por ejemplo, que te hablan de las dificultades de compaginar la vida del sacerdote y la del matrimonio. Un matrimonio tiene sus exigencias, y la vida pastoral también; y una persona no casada siempre está disponible, puede entregarse por entero a la comunidad, puede consagrarse del todo a ella, mientras que una persona casada no: tiene otras obligaciones, tiene una mujer, hijos, debe dedicarse también a ellos…”
Sorprendido, e interesado, Cercas pregunta para confirmar: “¿Ése es el sentido del celibato? ¿La disponibilidad total?”
Spadaro es muy concluyente en su respuesta: “Sí.”
Entonces Cercas, con toda franqueza, reconoce el descubrimiento: “Muy interesante. No es un cumplido: extraviado por mi militancia anticlerical, nunca se me pasó por la cabeza ese sentido generoso, altruista, del celibato.”
Me pareció muy revelador. Yo tampoco había contemplado ese punto de vista (los puntos de vista aceptados masivamente suelen ser el resultado de excelentes operaciones de propaganda que acaban confundiendo los puntos de vista con la verdad). Supongo que, arrastrado por mi obsesión por la búsqueda de la alcachofa perfecta, el texto de Cercas me hizo pensar en Ferran Adrià, y en el reconocimiento, repetido tantas veces, de que, junto a Isabel, su mujer, decidieron no ser padres para que él pudiera dedicarse completamente a su carrera.
            El chef Ferran Adrià
Hablando de obsesiones personales, aquellos días también apareció aquí, en La Vanguardia, un artículo de Alberto Martínez sobre Fran Garagarza, director deportivo del Espanyol, que confirmó mis sospechas: “Vino a Barcelona sin la familia para poder dedicarse en cuerpo y alma.” Más adelante un exentrenador abunda en el diagnóstico: “Siempre bromeaba y decía que esto era para gente sin hijos o divorciada.”
Lo mismo acostumbra a ser un lugar común de las entregas de premios, en las que a menudo el homenajeado agradece a su familia el tiempo que les ha hurtado por su obsesiva dedicación. Por su sacerdocio.
He tenido la sensación de que en el debate de estos tiempos en torno a la alta gastronomía y el esfuerzo heroico que a menudo exige, abusivo y esclavista para muchos, se suele obviar la renuncia del que se entrega.
Quien, por lo que sea, es bendecido con un don, o simplemente es atrapado por una visión que obliga a una búsqueda obsesiva, precisa inevitablemente de un esfuerzo mayúsculo para acercarse al logro, que por definición suele ser inalcanzable. Javier Limón decía que quizá nadie nunca estuvo tan dotado para tocar la guitarra como Paco de Lucía, y a pesar de eso, o precisamente por eso, nadie practicó nunca tantas horas como él. En Brasil escuché una curiosa historia sobre la búsqueda de la perfección de Joao Gilberto y el suicidio de su gato.
La obsesión por la trascendencia, que es la cara opuesta de nuestra condición de seres finitos, tiene esa forma extrema de dedicación que exige, como descubre Javier Cercas, la disponibilidad total.
Es una elección personal, legítima, que a veces, quizá muchas, arrastra a equipos de personas que probablemente no entienden, no comparten, o no creen (porque hablamos de fe). Quiero pensar que, en nuestro mundo, razonablemente libre, acompañar esos viajes es una elección.
Durante años, cuando daba charlas en la universidad, solía insistir en que la publicidad es una profesión dura para quien no tiene vocación, y un mínimo de talento para desarrollarla. Y recomendaba, con cierta vehemencia, que quien quisiera iniciar el camino lo hiciera consciente de sus capacidades. Sé que es difícil saber si uno vale o no para algo, y que a menudo hace falta tiempo para comprobarlo. Pero animo a descubrirlo y reconocerlo, y a renunciar a tiempo a un oficio para el que no estás dotado, y que sólo te llenará de amargura, y buscar una alternativa que encaje con tus habilidades, porque siempre las hay. Creer que uno tiene el derecho a progresar en una profesión sólo porque alguien ha expedido en su nombre un certificado de aptitud es ingenuo. Muchas universidades persisten en la estafa moral de simular la preparación de seres humanos para oficios que ni siquiera entienden.
Hace tiempo, en una de esas charlas, cuando trataba de explicar lo que para mí significa la vocación (y no es casual que usemos la misma palabra para describir el impulso que alienta al futuro sacerdote), y la pasión por mi oficio, que reconozco excesiva, un chico me preguntó con una demoledora sinceridad: ¿Toni, no te estarás autoexplotando? No recuerdo qué le contesté, pero aún conservo la tristeza que me causó la pregunta.
No acabo de entender que la necesaria reivindicación de condiciones laborales justas implique la descalificación moral de quien elige un camino de dedicación absoluta. Pero no es difícil percibir, una vez más, el aroma de una pulsión colectivista que en la búsqueda de una igualdad quimérica castiga al que no se conforma. Al que quiere más (y no hablo necesariamente de dinero, como todos sabemos).
Los paladines de la libertad deberían recordar que el gran regalo del sacerdote loco de Cala Montjoi y de quienes siguieron su absurdo sueño fue la libertad de cocinar como te diera la gana. ElBulli abolió la dictadura de la receta canónica. Hizo más libres, y creo que más felices, a los cocineros. El esfuerzo, absurdo, ímprobo, sacrificial, valió la pena.
Seguimos reclamando dioses, pero ahora queremos que tengan horario.
            
