El silencio hiere. Sobre todo porque impacta en la conciencia de manera directa. Las palabras provocan un efecto conmovedor que, dependiendo de su origen, puede disimularse conforme pasan los años; ninguna resiste al viento. Sin embargo, en su ausencia, el otro parece admitir una dialéctica de lo incomprensible cuyo sentido apenas me atrevo a sospechar. Cuando callo ante las injusticias, por ejemplo, soy cómplice soterrado. No protesto, luego esta indiferencia respalda el derecho del más fuerte para proceder libre de censura. Le otorgo mi consentimiento mudo. Callar favorece la impunidad. Algunas comunidades académicas ponen en práctica este principio desconcertante. Tengo conocimiento de causa; graduado en una facultad de Filosofía, descubrí que los filósofos ejercen la endogamia discursiva como instrumento segregador del profano. Discursos de sorda resonancia que subrayan cierto desinterés de los intelectuales por la experiencia inmediata. Resulta paradójico. Antaño, los amantes de la sabiduría denunciaban las contrariedades de la razón; hoy su voz inaudible caracteriza además una vergonzosa y peligrosa moda moral llamada neutralidad.
Carlos Andrés Romero López
Elche