* La autora forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
Esta mañana mi hija mayor se puso un vestido lila de algodón que hace las veces de jersey sobre su camiseta. Mi hijo menor la miró desbordante de admiración y le preguntó si algún día se lo dejaría. Su hermana mayor le respondió que cuando le quedara pequeño se lo regalaría, como suele hacer con cualquier otra prenda. Pero, al rato, mientras observaba cómo las mangas le llegaban a la mitad del antebrazo agregó “en realidad, ya me queda chico, así que te lo puedo dar hoy”.
Inmediatamente, el pequeño se colocó el vestido por encima de la camiseta del Real Madrid que llevaba puesta. Se miró en el espejo con una sonrisa que no le cabía en el rostro y espetó “mira qué guapa, parezco una princesa”. Su hermana le corrigió “guapo”, a lo que yo agregué “cierto, no dejas de ser un niño por llevar vestido, si así es como te sientes”.
El resto de la mañana transcurrió como cualquier otra, aunque con algunas volteretas para observar el vuelo del bajo de la prenda. Antes de llegar a la escuela, le advertí que quizás alguien comentaría algo sobre cómo iba vestido. Él me dijo “a mí me gusta”. “Suficiente”, pensé. Les dejé en el cole luego de haber intercambiado algunas frases de complicidad con la maestra, como cada día.
Al recogerlos por la tarde, nos quedamos en el parque y más allá de algún ajuste en la motricidad del pequeño para poder escalar llevando vestido, no hubo ningún sobresalto. Durante la cena, él comentó que un amigo le había dicho que era una niña porque llevaba un vestido. “Yo le dije que a mí me gustaba, pero no me escuchó. Así que luego nos sentamos en círculo junto con las maestras y lo conversamos entre todos”.
Me sentí profundamente agradecida. Hacia él, por haber tomado esa decisión de manera tan auténtica y libre. Hacia su hermana y sus educadoras, por apoyarlo. Hacia el resto de las familias de la comunidad y la gente que vive en el pueblo, por no burlarse de él. Hacia los movimientos feministas y progresistas por estos avances en términos de concienciación sobre el valor de la diversidad… Y, finalmente, me sentí afortunada de ser madre hoy, porque diez años antes no creo que hubiera sido capaz de acompañar esto con tanta naturalidad.
Hacia el final de la cena, mi hija mayor compartió una reflexión: “yo siempre llevo pantalón y nadie me dice que soy un chico. No me dicen nada”. “Es cierto” validé, y le expliqué que “hace mucho tiempo, las mujeres sólo usaban faldilla o vestido. Seguramente entonces las primeras mujeres que se atrevieron a ponerse pantalón sí que habrán recibido algunos comentarios, como mínimo desagradables, injustos o desatinados”. Mi marido coronó “quizás gracias a lo que pasó hoy, algún día que los hombres lleven faldilla o vestido será tan corriente como que las mujeres lleven pantalón”. Que así sea.
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