* El autor forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
El pasado fin de semana viví una experiencia muy enigmática en el piso de mi difunta abuela, creo que asistí a un fenómeno paranormal, como lo llamaban antiguamente. El viernes tuve que ir a la ciudad a resolver un asunto administrativo de la residencia familiar, y, por tanto, acceder a la burbuja.
Hacía ya unos seis meses que no atravesaba el túnel de detección contaminante para entrar en la zona restringida. Yo ya había nacido fuera de ella, así que cuando tenía que acudir a aquel desierto de asfalto se me hacía insoportable.
El solo hecho de ponerme el traje de seguridad y la máscara de respiración asistida me agotaba física y mentalmente. No acababa de acostumbrarme. Me trasladé en mi propia cápsula. Quería viajar rápido y evitar las colas de vuelta en el transbordador público.
El trámite en la delegación del gobierno fue rápido, y a las doce del mediodía me encontré ocioso en la parte accesible de la que fuera la calle Balmes, muy cerca de la montaña del Tibidado. Me introduje de nuevo en la cápsula dispuesto a volver a casa, pero al conectar el piloto de arranque se me ocurrió que podría ir a la antigua vivienda de mis abuelos, en lo alto del barrio de Vallcarca; me sobraba tiempo y estaba convencido de que haciendo esa ruta no tendría que cruzar ningún otro control.
Así podría saldar una deuda pendiente, pues hacía mucho tiempo que tenía que ir a llevarme la caja blindada que mis padres llenaron de recuerdos familiares poco antes de morir. Me había comprometido a ir a recogerla para llevarla a la residencia en el campo y nunca encontraba la ocasión.
La caja cumplía con todas las medidas de polarización instauradas tras el largo período de contaminación de los años ochenta del pasado siglo XXI. Y la verdad, ya iba siendo hora de hacerme cargo de aquellas reliquias.

Vista del Hospital de Sant Pau.
Mis nietas querían verlas y yo ya me estaba haciendo mayor para andar arriba y abajo. No lo pensé más y le dicté la dirección al navegador del auto para que me transportara al destino fijado. Mientras tanto, continué grabando el informe que tenía que enviar a la empresa con la que colaboraba actualmente a tiempo parcial.
Dando un enorme rodeo, atravesamos las calles abiertas al tráfico, y en quince minutos estuvimos frente al edificio donde vivió mi madre de niña. La pobre, siendo una cría, hubo de sufrir la gran tragedia de la nube azul y la evacuación selectiva posterior, en el año 2081, si no recuerdo mal. Ya casi no se hablaba de la marea azul planetaria; la gente que sobrevivió no quería recordar la catástrofe.

El fantasma de don Ignacio.
Las ciudades hacía muchos años que ya no eran habitables, y en la parte del planeta que no quedó devastado se vivía en silos, o en los casos más afortunados, como el de mi familia, en inmuebles de uso múltiple situados en el campo, en la superficie, que se quedó pequeña en tantos lugares de la tierra.

El fantasma de Julio con la Dra. Fonseca.
Entré en el piso y me dirigí al rincón donde aguardaba la caja junto a las otras de cartón que no saldrían nunca de allí. Revisé el cierre hermético, lleno de polvo, negro y húmedo, y fue entonces cuando me asaltó la idea que debía haber desechado de inmediato, pero no lo hice. Me pregunté por el contenido de las otras cajas que no verían la luz amortiguada del día. Dentro de la burbuja se vivía en un anochecer polvoriento permanente, de un color gris amianto que apenas variaba.

El fantasma de la señora Faus.

El fantasma de Julio con la Dra. Fonseca.
El caso es que, a pesar de la limitación y la dificultad que me producían los guantes de aislamiento, me puse a revolver en ellas. Y fue entonces cuando apareció lo que no buscaba. Encontré un sobre lleno de lo que en la época pasada llamaban fotografías, imágenes como las que ahora tenemos en los archivos de memoria de los monitores, pero impresas en papel, que se habían tomado con un artefacto mecánico de lentes que funcionaba con la entrada de luz, y que se mantenía en funcionamiento con una especie de antigua batería eléctrica. Nunca me había interesado esa historia en desuso de la fotografía.

El fantasma de Juanjo con doña Mailde.

El fantasma de la Dra. Rico.
Pero lo que sí me interesó de inmediato fue el contenido del sobre. ¡Pero si hasta en alguna cartulina se veía a mi abuela de joven! ¡Imposible!, me dije. Y cómo se iba a quedar eso allí, olvidado…, fue lo primero que me planteé. Pero no había más remedio, no se podía abrir la caja metálica sellada.
Me puse a curiosear las imágenes detenidamente, no solo aquellas en las que aparecía mi abuela, también las otras. Y de repente comprendí la asociación. No puede ser, no puede ser…, me repetí, incrédulo y atónito a la vez.

El fantasma de los gemelos.

Fantasmas a rayos X.
En esas fotografías estaba plasmada la historia que decía haber vivido mi abuela cuando era joven en un viaje de trabajo a Barcelona. La contaba repetidamente y nadie la creía, y, mucho menos, mi hermana y yo, que además no habíamos conocido su mundo. Y, poco respetuosos, mis padres y mi abuelo se burlaban descaradamente de ella, ante su rabioso y monumental enfado.
Pero, la verdad, ¿quién iba a creerse aquello? Sin embargo, al ver las fotos todo cobró sentido para mí, y creí comprender el suceso de inmediato, al menos al principio. A mi abuela le había pasado con el alcohol lo que a don Quijote con sus libros de caballería. Y lo que en un caso había sido confundir molinos de viento con gigantes, para ella fueron proyecciones y estancias conservadas en aras a la recreación histórica con fantasmas y sectas satánicas. Si incluso siendo una anciana llegó a relacionar su percance con la debacle de la marea azul. En realidad, su trastorno nunca se curó del todo.
Ella explicaba que siendo muy joven acudió a un congreso en Barcelona. Se celebraba en el recinto del antiguo Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, que se abrió al público como monumento artístico tras la restauración realizada en sus pabellones después de haberse cerrado como verdadero hospital operativo. Uno de los más grandes de Barcelona junto al Clínico y el del Valle de Hebrón, afirmaba.

El fantasma del arquitecto.
Mi abuela trabajaba entonces en una multinacional dedicada al análisis de mercados financieros. Siempre había sido muy inteligente y resolutiva profesionalmente, una cosa no quita la otra.
En esos años el Hospital, además de cumplir con su función de divulgación histórica y cultural, se alquilaba por espacios a despachos y particulares para la celebración de toda clase de eventos. Desde bodas, hasta congresos, cumbres políticas, festivales de música, entrega de premios literarios, conferencias, pases de moda…
Mi abuela Soledad había asistido en dos ocasiones a Sant Pau por razón de su trabajo. Y, como es natural, en esos certámenes solían coincidir repetidamente muchas de las personas representantes de las diferentes empresas del sector. Y explicaba que en esa última visita, la tercera, cuatro colegas más y ella misma formaron un grupo muy bien avenido. Habían compartido juntas los tres congresos.
Si la agenda del día lo permitía, pasaban juntas sus escasos ratos de ocio paseando por el jardín interior del recinto, y comían juntas también dentro del mismo Hospital, en la sala habilitada para ello con servicio de catering. El horario planificado era el que mandaba en todo caso su relación.
Si la agenda del día lo permitía, pasaban juntas sus escasos ratos de ocio paseando por el jardín interior del recinto de Sant Pau
Las reuniones anteriores habían sido de una sola jornada, aunque ella las había alargado una noche más. Trabajaba en aquellos años en la sede de Madrid, y el hecho de volver a su ciudad, aunque la estancia fuera corta y precipitada, siempre era bienvenido, tanto para ella como para la familia. Cenaba y dormía esa noche en casa y al día siguiente madrugaba para tomar el primer avión de vuelta disponible. En esa tercera ocasión la visita fue más larga, pero sería la última.

La italiana Martina con el conserje.
En todo caso, antes de que se produjeran los hechos que voy a narrar, hay que hacer constar que a mi abuela aquel Hospital ya la perturbaba sobremanera. Aun sin haber hecho la ruta turística ni recorrer los pabellones ni pasadizos subterráneos, el enorme complejo le resultaba misterioso e inquietante. Era un edificio modernista diseñado por el famoso arquitecto Lluís Domènech i Montaner.
Asimismo, he de aclarar de antemano que mi abuela había sido muy temerosa y fantasiosa durante toda su vida, a pesar de su competencia y confianza a nivel profesional. Incluso había llegado a dejar ir a las compañeras del congreso que el lugar donde se celebraba no dejaba de ser un antiguo hospital donde se había muerto mucha gente, que durante la guerra civil los sótanos se habían convertido en refugio, donde había pasado de todo, se decía, que antes de cerrar como tal hospital esos mismos pasadizos subterráneos tenían muy mala fama, y que se hallaban en muy mal estado, sórdidos, hasta tenebrosos.
Algún enigma encerraba aquel complejo, principalmente al anochecer, afirmaba. Era muy obsesiva, y la inquietud no se separaba de ella, temiendo que algo sucediera. Finalmente, le puso tanto empeño a su imaginación que ella misma provocó la tragedia.
Era el último día del congreso, y la jornada resultó ser corta y festiva. De modo que las cinco amigas decidieron ir a comer a un buen restaurante y volver a la tarde al Hospital a recoger sus cosas. Cada una se despidió de sus conocidos en el cóctel que festejó el final exitoso del congreso, donde se sirvió cava. Mi abuela no estaba acostumbrada a beber, así que las dos o tres copas que se tomó preludiaron lo que vendría más tarde.
En cambio, Ingrid, la norteamericana del grupo, que era como una esponja, arrastró a las demás con sus brindis por cualquier cosa a beber más de la cuenta. Tras el cóctel se dirigieron a un afamado restaurante situado en un barrio de moda de la ciudad. Durante la comida intimaron más, intercambiaron correos y direcciones, se prometieron visitas, viajes y proyectos en común, y rieron a carcajadas criticando a fulano y mengano bajo los efectos del excelente vino tinto que el sommeliere les recomendó.
La euforia que provocó en mi abuela el Priorato del ágape, se transformó en náuseas y mareo durante el trayecto de regreso al Hospital para recoger sus bártulos. Sus compañeras la cuidaron y no se apartaron de ella en todo momento hasta que comenzó a despejarse.
Al llegar al Hospital tomaron asiento en un banco del jardín para que le diera el aire, el más cercano a un lavabo público al que se accedía bajando unas escaleras, que utilizaron en más de una ocasión. El viento de aquella tarde del inicio del otoño colaboró a que mi abuela fuera recobrando poco a poco la sobriedad.

Un vigilante buscando a las visitantes.
Ella dormiría esa noche en casa, pero las cuatro amigas tenían que desplazarse al aeropuerto para tomar sus respectivos vuelos. Así que comenzaron a llegar las urgencias. Mi abuela insistió entonces en que la dejaran sola. Afirmaba que se encontraba mejor, y que aprovecharía lo que quedaba de tarde para estar sentada un rato más en el banco tomando el fresco, y que luego haría la ruta turística del antiguo Hospital. A ver si conociéndolo a fondo alejaba sus temores supersticiosos. Y así se hizo. Se despidieron afectuosamente y mi abuela Soledad permaneció un rato más sentada en el banco hasta que comenzó a notar frío. Había mejorado, pero los efectos del vino aún no se habían disipado totalmente.
Se dirigió a la taquilla, compró su entrada y se internó por un pasillo subterráneo que conducía al inicio de la visita. Aún no había dado ni diez pasos cuando, según explicaba, sintió que su razón le era arrebatada por unas fuerzas superiores que no era capaz de distinguir. Y que escuchó las voces de sus amigas diciendo que no se habían ido porque se había suspendido el tráfico aéreo en El Prat.
En vista de lo cual habían vuelto para unirse a ella, que se habían separado para encontrarla con mayor facilidad, pero que ahora se hallaban perdidas, como en un laberinto sin salida, cada una en diferentes estancias del Hospital, y sin poder salir de allí. Que alguien o algo les había jugado una mala pasada, que a ver si iba a tener razón con sus supersticiones... Contaba mi abuela que eso fue lo que la retuvo allí en lugar de huir: rescatarlas.
Y que para su espanto, nada más entrar en los pasadizos subterráneos comenzó a ver fantasmas de antiguos enfermos, así como de médicos y enfermeros del hospital. Corrió despavorida al verlos, pero estaban por todas partes, como en una maldita pesadilla. Se mostraban en sillas de ruedas, esperando en ellas sentados, tumbados también sobre camillas, o jugando, como en el caso de dos niños gemelos que se chocaban las manos.
Logró escapar de los pasadizos, aunque los fantasmas corrieron detrás de ella. Entró en una gran sala creyendo haberlos despistado, pero se topó con otro fantasma que estaba escribiendo fórmulas matemáticas en una pizarra, y que al verla le tiró la tiza a la cara y se sumó a la persecución. Una locura aterradora, decía al verse temblar las manos cuando lo relataba.
Logró escapar de los pasadizos, aunque los fantasmas corrieron detrás de ella
Accedió por fin a los jardines, y comprobó que los fantasmas no salían del interior del edificio. Era un alivio, así que la cuestión estribaba en no volver a los sótanos, pensó. Así que continuó buscando a sus amigas. Mientras decidía a qué pabellón dirigirse, vio desde afuera, a través de un gran ventanal, cómo su amiga italiana Martina intentaba salir a un balcón exterior y un hombre le cerraba la puerta en los morros y le impedía el paso. Y pabellón por pabellón buscó y buscó sin resultado alguno. Vio a la japonesa Yo-hi a través de otra cristalera, frente a una escalera, sin saber si subía o si bajaba, pero tampoco pudo contactar con ella.

Yo-hi.
Durante la emboscada mi abuela se acabó de convencer de que aquello era obra de una secta satánica que se ocultaba allí. Y esa ocurrencia la ratificó como verdadera cuando entró en una sala ocupada por camas perfectamente alineadas, acabadas de hacer, decía, una estancia ordenada, impoluta y clara. Sin duda debía ser el dormitorio compartido de los miembros de la secta.

Quiero salir.
A saber dónde se esconderían durante el día. Y también se convenció de que los comedores y salones de reunión que descubrió a su paso estaban preparados para ser ocupados por ellos al caer la noche. Hablaba de que todo tenía un aspecto gótico, no sé de cierto a qué se refería, como en una película de terror que decía haber visto en el cine tiempo atrás, que se titulaba Los otros.

Deambulando.

El comedor de la secta.
Y concluía su historia explicando que al entrar en un pabellón ruinoso en obras, le cerraron la puerta desde afuera, así que no le quedó más remedio que pasar allí la noche, sin pegar ojo al principio, aterrada, hasta que se quedó dormida vencida por el cansancio. Despertó por la mañana en su cama de la casa de Barcelona. Y por supuesto, cuando explicaba la historia le decían que todo eso había sido un sueño, que eso estaba más claro que el agua.

El dormitorio de la secta.
Pero ella lo negaba rotundamente, y juraba que esas fuerzas satánicas, malignas, que años más tarde habían intervenido en la destrucción causada por la nube azul, la habían trasladado en volandas a casa cuando se durmió. Prueba de ello era que si bien estaba acostada en su cama, aún llevaba puesto el mismo vestido negro del día anterior. Qué cómo explicaban eso. Y que por qué habían llamado al Hospital preguntando por su paradero, sin que nadie diera razón, y más tarde a la policía denunciando su desaparición.

Huir.
Por otro lado, nadie la había oído llegar a casa y meterse en la cama, cómo se explicaba eso. ¿Un sueño…? Culpó a la familia de intentar volverla loca. De las amigas no volvió a tener noticia, y tampoco pudo recuperar sus bártulos, pues al día siguiente fue al Hospital a recogerlos y nadie los había encontrado.
Desde entonces ya no volvió a ser la misma. Se vino abajo durante unos años, dejó la empresa a la que representó en el congreso, hizo una larga terapia en un centro especializado situado en el Montseny, donde estuvo ingresada un par de años, y allí conoció al que sería su marido más tarde, mi abuelo Ezequiel. No volvió a trabajar más. La gran explosión que originó la nube azul la pilló mayor y viuda de mi abuelo. Y jamás olvidó aquel misterioso suceso que no se cansó de explicar una y otra vez en la residencia para ancianos donde permaneció ingresada hasta que murió.

Correr.
Me quedé largamente pensativo mirando una y otra vez aquellas fotos, sentado en el sofá del salón. Y hoy por hoy no obtengo respuesta a las preguntas que me formulé allí sentado. ¿Quién sacó aquellas fotos? ¿Fue mi abuela en su estado de embriaguez? ¿Las regalaban tras la visita turística? Pero, ¿y las fotos de su encierro? El enigma amplió su dimensión.

A Soledad le va a explotar la cabeza.
Mientras me hacía esas preguntas oscureció totalmente. Decidí entonces volver a mi residencia resignado, con más dudas que antes respecto a la experiencia que cambió la vida de mi abuela Soledad. Por ahora no he contado nada a mi familia sobre mi hallazgo de las fotos, que allí siguen, en la casa de Barcelona. Quizá lo cuente algún día. Lo que sí me he propuesto es no volver a casa de mis abuelos. Y para garantizarlo, cuando haya de regresar a la burbuja lo haré, pero antes de salir programaré la ruta de ida y vuelta en la cápsula en el modo absolutamente invariable por anticipado.

La abuela Soledad vencida.
Me habría gustado conocer el Hospital de Sant Pau por fuera, no sé si por mera curiosidad o por entender algo más de esta historia, pero está dentro de la zona especialmente restringida, pues fue uno de los focos con mayor capacidad contaminante de la nube azul.

Largo sueño de Soledad.
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