* La autora forma parte de la comunidad de lectores de Guyana Guardian
La frase “los pueblos tienen los gobiernos que se merecen” suele repetirse con la ligereza de un proverbio que pretende sonar sabio. Pero aplicada a Venezuela, se vuelve casi una provocación. ¿Qué crimen colectivo podría justificar que un país entero haya sido arrodillado durante décadas por la corrupción, la violencia institucional y el saqueo sistemático de sus recursos? Ninguno. El pueblo venezolano no mereció su tragedia. Lo que sí sufrió fue el peso acumulado de sus propias consecuencias históricas. Ese es el verdadero rostro del karma político.
La crisis venezolana no irrumpió de pronto en el siglo XXI. Comenzó a gestarse mucho antes, como un sedimento moral que se fue compactando a lo largo de más de un siglo. Ya durante la presidencia de Juan Crisóstomo Falcón (1863-1868), el país presenció uno de los primeros gestos emblemáticos de la impunidad: un jefe de Estado que, anticipando su exilio, se compró una residencia en Curazao con dinero público. Desde entonces, el desvío de fondos, las concesiones amañadas y las comisiones exorbitantes se convirtieron en el hilo subterráneo que unía a múltiples gobiernos, independientemente de su ideología declarada.
Durante décadas, la política venezolana se habituó a gobernar desde la lógica de la necesidad artificial: crear dependencia, sostener privilegios, abrazar el miedo a perder el poder. Esa mentalidad, transmitida de generación en generación, deformó la relación del país con sus instituciones. El resultado fue un Estado que siempre temió más a la transparencia que al colapso, más a la crítica que al hambre que desbordaba las calles.
El siglo XXI no inventó nada nuevo; simplemente llevó esta tradición a su clímax. El régimen que domina Venezuela desde hace más de veinticinco años perfeccionó un mecanismo de control social basado en la precarización: dependencias económicas, militarización del espacio civil, narrativas que prometían redención mientras administraban desolación. En los momentos de mayor crisis humanitaria, el gobierno respondió con bolsas de comida en mal estado, como si la dignidad ciudadana pudiera silenciarse con sobras. Un país entero reducido a transacción.
Sin embargo, las consecuencias no son eternas. La historia, incluso en sus ciclos más oscuros, tiene una forma peculiar de reclamar ajustes. Y Venezuela llegó a su límite.
En los últimos años —y con una intensidad particularmente visible hoy— la sociedad venezolana ha dejado de esperar salvadores y ha empezado a reconocerse a sí misma como agente político. Ese cambio no es menor: durante mucho tiempo, el país aguardó la llegada de un Mesías, un líder incontestable capaz de levantarlo del suelo. Pero la sabiduría ancestral lo recuerda: el aprendiz no encuentra a su maestro hasta que está preparado. Y Venezuela, golpeada hasta el cansancio, finalmente lo estuvo. La unidad no apareció por proclamación, sino por agotamiento, por lucidez, por instinto de supervivencia.
La sociedad venezolana ha dejado de esperar salvadores y empieza a reconocerse a sí misma como agente político
Esa lucidez colectiva es la que hoy desafía al régimen como no ocurría desde hace décadas. No se trata solo de una elección o de una figura política concreta. Se trata del límite moral de un país que ha comprendido, al fin, que la experiencia es la maestra más exigente: sabe con absoluta claridad lo que ya no está dispuesto a tolerar. Y esa claridad tiene consecuencias.
Desde Europa, la situación venezolana podría observarse como un conflicto lejano, otro episodio latinoamericano de crisis política. Pero esa lectura sería incompleta. Lo que ocurre hoy en Venezuela es un fenómeno histórico: un pueblo que, tras un siglo de corrupción y un cuarto de siglo de autoritarismo, se atreve a interrumpir un ciclo que parecía condenado a prolongarse indefinidamente. Es un recordatorio de que la democracia, cuando parece extinguida, puede reavivarse desde las cenizas si la sociedad encuentra la voz que creía perdida.
El karma político no es castigo divino ni superstición oriental. Es la consecuencia inevitable de los actos acumulados. Y Venezuela, después de tantas postergaciones, ha empezado a saldar su cuenta.
El viejo orden —el que compraba fidelidades con miseria y gobernaba desde el miedo— ya no puede sostenerse con la misma facilidad. La ciudadanía ha dejado de callar. La narrativa oficial ha dejado de convencer. La mentira ha dejado de funcionar.
Por eso, hoy Venezuela no ruega ni suplica: reclama. Y el mundo, esta vez, haría bien en escuchar. Porque hay momentos —pocos, decisivos— en los que un país entero deja de sufrir su destino y empieza a corregirlo. Y Venezuela está, por fin, en ese umbral.
* Manuela Fonseca es periodista y escritora. Autora de La superluna, El desierto que hay en mí y otras novelas donde explora la espiritualidad, la identidad y la transformación interior.
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