Lo que se oye de un tiempo a esta parte en tribunas, redes y medios, este lenguaje más bien brutal de la escena pública, resultaría inaceptable dicho en privado. De nuevo, hemos dado la vuelta como un calcetín a otro código de convivencia, el de las reglas de la lucha verbal con el adversario, y en muy poco tiempo. Quien desee comprender rápidamente el estado de una democracia, que ponga menos atención a las escalas internacionales de valoración y se lo preste al lenguaje usado entre políticos y comentaristas. La nuestra está cruzada diariamente por una neo-lengua satisfecha de su tolerancia cero con el interlocutor, al que se infama ante una legión de seguidores que lo aplauden por otra multitud que lo vive con resignada indiferencia.
Parece que sea éste otro efecto secundario del paso entre nosotros de la pandemia, que fue una situación verdaderamente distópica para el Estado de derecho, superpuesta a una prolongada carestía de la vida, que no termina aún de remitir. El hecho es que le ha tocado ahora al lenguaje de la democracia cargar con nuestra frustración de fondo.

Vista general hemiciclo del Congreso
Crecen la irritación, las fobias y estamos perdiendo el derecho a escandalizarnos por ello
En consecuencia, ha vuelto por sus fueros el extremismo retórico, viejo compañero de la decadencia política, que funciona como el laboratorio del que emanan las formaciones extremistas, ya sí en condiciones de saltar la barrera del 3% electoral, una vez pulsados y probados los límites de elasticidad de la opinión pública. Ojalá que nuestro matonismo verboso tuviera, cuanto menos, la función teatral de un pasatiempo tomado a la ligera, pero hoy no es así: crecen la irritación, las fobias, y estamos perdiendo el derecho a escandalizarnos por ello, cuando se aplaude al extremista en programas de máxima audiencia, como en los plenos parlamentarios que los imitan. Ello a costa del cierto efecto catártico que se espera de los políticos en sus escaños, para drenar los malestares de toda sociedad, como de los periodistas en los platós, y última razón de que disfruten de inmunidades o cláusulas de libre expresión al ejercitar sus respectivas funciones.
De modo que habremos de conceder el derecho a que los extremistas españoles pongan y quiten Gobiernos, ya como regla general. Es una realidad a la que se acercaron otras democracias de referencia como Italia, y a la que van aproximándose Francia y Alemania. Parecida a la que viene ocurriendo entre nosotros desde el 2020, tras el primer acuerdo de gobierno de las izquierdas, aunque nos cueste reconocerlo y se optara por calificar a las nuevas siglas de “partidos populistas”.
O ¿cómo llamar, si no, a los partidos que se sitúan más allá del PSOE? De igual modo que se tilda de “extrema derecha” a quienes superan al PP por el flanco derecho del sistema político, sin ahorrarnos en este caso nombres cargados de culpa histórica y resonancias turbulentas. Pero ambos flancos coinciden en lo principal, en considerarse ajenos al acuerdo constitucional del artículo 2 y centro de gravedad de la misma, como lo están los partidos periféricos de la mayoría parlamentaria, por cierto, se declaren de izquierdas o derecha.
Lástima que los partidos mayoritarios no encuentren, a día de hoy, la vía para rebajar el voto radical a los niveles insignificantes de hace una década.