Imaginemos por un momento, amigo lector, que en el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas hubiera tres generales conservadores y uno progresista, y que a la hora de tomar decisiones los conservadores votaran una cosa y el progresista otra y lo dieran a conocer públicamente. Que hubiera una asociación de militares conservadores, otra de militares profesionales y una tercera, progresista, de militares para la democracia. Que los cargos de jefe del Estado Mayor de la Defensa, de los jefes de Estado Mayor del Ejército de Tierra, de la Armada y del Ejército del Aire y las capitanías generales se repartieran de acuerdo con la adscripción de los generales a cada una de estas asociaciones, con una pequeña cuota para los no inscritos en ninguna.
Fachada del Tribunal Supremo
¿Qué pensaríamos? Mal asunto, ¿no? Pues más o menos esto es lo que ocurre con los jueces, los magistrados y los fiscales, y creo que vale la pena hacer esta comparación para comprender la magnitud del desastre en el que se ha convertido la justicia en este país. Si hace cien años España sufría un grave problema militar causado por la irrefrenable tendencia de los uniformados a intervenir en los asuntos públicos, hoy tenemos un problema de similar envergadura –por suerte sin armas de por medio– por la tendencia de los togados a guiarse por criterios políticos.
La división por líneas ideológicas confirma el lamentable estado de la justicia
La Constitución dice que los jueces, magistrados y fiscales no pueden pertenecer a partidos políticos ni sindicatos. Lo dice en términos diáfanos, inequívocos. Pero no se sabe por qué meandros políticos y laberintos interpretativos hemos llegado a una situación en la que todo el mundo considera normal que pertenezcan a asociaciones profesionales alineadas con los principales partidos. El resultado es que hoy en España es tan fácil saber la orientación política de un juez como la de un diputado. Basta con mirar a qué asociación pertenece. Y a la Constitución que la zurzan.
Alguien puede decir: pero hombre, los jueces bien que han de poder tener ideas políticas. ¡Son humanos! Cierto. Y también tienen que poder ser del Real Madrid, del Barça o del club de fútbol de sus amores, pero a la hora de ponerse la toga esto debe ser irrelevante. Tienen que actuar según criterios jurídicos, no políticos (ni futbolísticos, claro está). Si no han aprendido a separar escrupulosamente ambos campos, si no son capaces de tomar decisiones jurisdiccionales sin dejarse influir por su orientación política, guiándose solo por las leyes, no deberían vestir la toga (y mucho menos en el Tribunal Supremo).
La independencia judicial funciona en dos direcciones: el poder ejecutivo y el legislativo deben abstenerse de intervenir en la actividad jurisdiccional de la justicia, y a la vez el poder judicial no debe inmiscuirse en la actividad del poder ejecutivo y del legislativo. Pero aquí hemos llegado a una situación en la que los jueces y magistrados se permiten aplicar las leyes con interpretaciones que desafían el sentido común y que sólo pueden entenderse por motivaciones políticas.
También se permiten criticar las leyes en las sentencias, como si en vez de estar cumpliendo el deber profesional de aplicar la voluntad del legislador con la máxima ecuanimidad, estuvieran en la tribuna del Congreso o, peor aún, en la barra de un bar con una copa en la mano. Mientras tanto, el Consejo General del Poder Judicial, que tiene la obligación de evitar estos incumplimientos, dedica todas sus energías a las batallas internas para el reparto de las posiciones clave del organigrama judicial.
Voces más autorizadas analizarán los argumentos de los magistrados del Tribunal Supremo para condenar al Fiscal General del Estado y de las dos magistradas que han emitido un voto particular. Pero es muy preocupante que los miembros del alto tribunal no hayan alcanzado a ponerse de acuerdo, aunque solo fuera para aplicar el viejo principio in dubio pro reo . Con su división por líneas ideológicas han confirmado al máximo nivel el lamentable estado de la justicia en este país.