Desde zonas geográficas muy distintas, tres viticultores de larga tradición familiar, Sandra Doix, en el Priorat; Martí Torrallardona, en el Penedès, y Anna Espelt, en el Empordà, comparten la convicción de que los grandes vinos nacen de un profundo respeto por la tierra. Los tres viven apegados a la viña y saben interpretar las señales que lanzan sus cariñenas, garnachas o xarel·los. Espelt cuenta que, hace más de 20 años, ya diseñó una estrategia para mitigar el impacto del calentamiento en sus fincas, que pasa por primar las variedades autóctonas y prescindir de las foráneas, aprender a regar con muy poca agua para salvar plantas gracias a la información que aporta una tecnología con sondas y sustituir el emparrado por el cultivo en vaso.

Martí Torrallardona ha apostado por las variedades de macabeo, xarel.lo, sumoll y la malvasía de Sitges

Con las garnachas, cariñena y Pedro Ximénez, Sandra Doix elabora sus vinos en Poboleda
La joya de la corona de Espelt es Mas Marès, una finca en el parque natural del Cap de Creus donde la viña se fusiona con pastos y estepas formando un paisaje capaz de minimizar el impacto de incendios, como se vio en el 2022. Este idílico bastión de la biodiversidad junto al mar alumbra tres de los doce vinos ecológicos creados por Espelt, Cala Rostella (picapolla blanca), Pla de Tudela (garnacha tinta) y un espumoso con monestrell. “Compramos Mas Marès hace 23 años y el parque natural nos dejó plantar con la condición de que creáramos un mosaico agroforestal con ganadería, aquí vienen a pacer vacas del Ripollès de octubre a junio. El fuego del 2022 demostró que esta manera de trabajar funciona, nos visitan bomberos, científicos y gente de universidades de todo el mundo para verlo”, explica Anna, octava generación de viticultores ampurdaneses. “Nuestra responsabilidad –añade– es ser conscientes de que la falta de agua ha venido para quedarse y hacer entender a la sociedad que el cambio climático va en serio, una parte importante de la población todavía no lo percibe”. La pedagogía es un plus que puede aportar el mundo del vino.

Mas Marès está dentro del parque natural del Cap de Creus

Las vacas pacen en Mas Marès
Las vacas pacen en Mas Marès, en la finca del Cap de Creus que ha demostrado su eficiencia contra el fuego
En el Penedès, un joven vitivinicultor, Martí Torrallardona, emprendió en el 2021 su propio proyecto, La Fita, después de trabajar en bodegas de Argentina, el Priorat, Austria y también en su comarca. Solo utiliza variedades autóctonas, xarel·lo, malvasía de Sitges y sumoll, “las tres que mejor se adaptan a la sequía”, y el macabeo de una viña vieja con el que elabora un espumoso ancestral. “Mis abuelos vendían el 100% de la uva para hacer cava, ahora soy yo el que hago las burbujas. Mis vinos son de mínima intervención y con fermentación espontánea, sin artificios en la bodega”, explica. Consecuente con su filosofía de vida, también pone su grano de arena en la conservación de ese paisaje mosaico que planta cara a los incendios, busca una producción que refleje la armonía de los viñedos con el entorno y contribuye a que los payeses se ganen la vida. “El Penedès está en un proceso de cambio por el precio de la uva y la sequía, pensé que, si no se daba valor a la agricultura, los campos podrían acabar con placas solares, hay más oferta que demanda y el consumo de vino ha bajado”, comenta. Sus abuelos maternos cultivaban la finca de Can Nogués y los paternos, la de Can Patomàs, ambas gestionadas ahora por sus tíos. “Llegué a un acuerdo con ellos para comprarles la uva a un euro el kilo, un precio bastante superior a la media; si La Fita funciona y la próxima campaña puedo pagarles más, mejor para todos”, proclama.

Paisaje mosaico en la finca de Can Pantomàs

Martí Torrallardona
El 50% de las 15.000 botellas que produce, tres blancos, un tinto y el ancestral, están destinadas a la exportación, y la mayoría de la otra mitad se consume en Catalunya.
Fruto de la cariñena que Jaume Estrems replantó en 1902, en Poboleda, tras los estragos de la filoxera, nace el tinto más exclusivo de su tataranieta, Sandra Doix, el MarLa de la finca Les Salenques. Sandra habla con orgullo del legado de sus antepasados, del tatarabuelo Jaume, también de la bisabuela Josefina, que nunca dejaron el Priorat a pesar de los malos tiempos. Antes de la fatal plaga, los vinos de Jaume cosecharon reconocimientos en las exposiciones universales de París, en 1878, y de Barcelona, en 1888.

Sandra Doix muestra una foto de sus antepasados
Ella, quinta generación de viticultores, también eligió quedarse en el Priorat, una comarca austera y especialmente dura en invierno. Tras estudiar Ingeniería Técnica y Enología en la URV, se escapó una breve temporada a una bodega de Napa. “Allí empecé a experimentar con la biodinámica, de la que aplico algunos de sus principios, también soy partidaria de la agricultura regenerativa, del respeto a la tierra y de un trabajo artesanal”, comenta. La mayoría de su viña es en coster en suelos de pizarra, donde abre surcos con una mula.
Su obsesión es lograr el equilibrio perfecto en sus viñedos, cuidarlos con esmero, uno a uno, asegurándose que tienen un buen desarrollo radicular para acceder al subsuelo y asegurarse la necesaria humedad. Aunque sus viñas están en el noroeste del Priorat, no tan cálido como la zona sur, este pasado año también acusaron la falta de lluvia, lo que se ha traducido en una caída de la producción de casi el 50%. “En el 2023, llegué a un máximo de 15.000 botellas, pero de la cosecha del 2024 como mucho saldrán 8.000”, cuenta en su bodega de Poboleda. Sandra es la expresión más fiel de una viticultora autónoma que hace de todo para poder sacar sus cuatro tintos y dos blancos. Es payesa, enóloga, comercial, moza de almacén, dirige catas, acompaña a los turistas a la viña... Solo puntualmente contrata mano de obra para la vendimia, para esparcir el abono orgánico y sacar la hierba de las cepas.

Sandra Doix, en su bodega, en Poboleda
Sandra se siente especialmente orgullosa de su Barranc de la Morera, un pedro ximénez de una viña de su madre, de 45 años, del que solo salen 800 botellas. Ahora se centrará en plantar variedades blancas, garnacha y macabeo, atendiendo la demanda del mercado.
Defiende las pequeñas explotaciones como la suya y un estilo de vida conectado a la naturaleza, en una comarca con una población estancada a pesar de la revolución del vino.