El pequeño Bernardo acompañaba a su madre a una laguna cercana para lavar la ropa. En un momento dado, el niño, de lo más inquieto, se despistó y quedó rezagado en el camino. Como tardaba, María se giró pensando que su hijo se había escondido, como tantas y tantas veces. Así que no le dio importancia y continuó la marcha.
Sin embargo, unos segundos antes, uno de sus vecinos se había abalanzado sorpresivamente por la espalda del menor. Tras drogarlo con un pañuelo empapado en cloroformo, lo arrojó a un saco y lo llevó a un cortijo próximo. Allí lo esperaba un barbero con artimañas de curandero, quien dirigió una auténtica masacre. Bernardo fue inmovilizado, golpeado y cortado con una navaja, sin anestesia, imitando la matanza de cerdos. La barbarie pasó a la historia como el crimen de Gádor.
Supersticiones
Francisco Leona Romero nació en 1831 en Gádor, un pueblo agrícola y humilde en el corazón de Almería. Se crio en un ambiente de penurias, marcado por la superstición y las creencias ancestrales. Desde joven se ganó la vida como barbero, pero pronto se granjeó fama de curandero, mezclando remedios caseros con prácticas que bordeaban lo esotérico. Su trato rudo, su carácter dominante y su habilidad para manipular a los crédulos hicieron de él una figura temida y respetada a partes iguales.
A medida que envejecía, la reputación de Leona se consolidaba en la comarca: no era solo un barbero, sino un hombre al que acudían quienes buscaban respuestas desesperadas. Entre rezos, ungüentos y supersticiones, su nombre se ligó a rituales paganos y fórmulas que rozaban la hechicería.

Francisco Ortega Moreno 'el Moruno'
En 1910, un agricultor relativamente acomodado, Francisco Ortega Moreno, conocido como el Moruno y enfermo de tuberculosis, buscaba una cura desesperada. Tras gastarse una fortuna en médicos y remedios sin resultado, acudió a Leona. En cuanto el curandero escuchó su problemática, le convenció de algo insólito:
“Es necesario que te bebas la sangre de un niño robusto y sano; pero la sangre tiene que estar caliente, según vaya brotando... y luego tendrás que ponerte en el pecho sus mantecas como cataplasma”. Tras unos minutos pensativo, el tuberculoso soltó: “Mi salud antes que Dios. ¡Qué coño!”. El trato por el infanticidio se cerró por 3.000 pesetas (18 euros).

Agustina Rodríguez, la sanadora de Gádor (izq) y Elena Amate, su nuera (dcha)
El plan necesitaba cómplices. Así fue cómo Leona reclutó a Agustina Rodríguez, la sanadora de Gádor, quien previamente había intentado curar al Moruno y que aceptó colaborar en la vigilancia y preparación. La curandera, a su vez, convenció a su hijo Julio Hernández, apodado el Tonto, un joven de gran corpulencia y con escasa inteligencia que se prestaba a cualquier encargo por dinero, además de a su otro hijo José y a su esposa Elena.
Entre todos tramaron la captura de su víctima: el pequeño Bernardo González Parra, de apenas siete años, hijo de una familia humilde del Gádor. La tarde del 27 de junio de 1910, Bernardo fue secuestrado mientras jugaba en la calle.
La trama
Julio se abalanzó sorpresivamente sobre el pequeño y lo metió en un saco, el mismo que daría origen a la mítica leyenda del hombre del saco. Bernardo fue llevado a un cortijo abandonado, donde aguardaban Leona, el Moruno y Agustina. Lo que ocurrió después fue narrado en los tribunales con tal crudeza que estremeció a toda España.
Francisco Leona degolló al pequeño, recogiendo su sangre en una vasija para que el Moruno la bebiera aún caliente. Luego, siguiendo su propia instrucción macabra, ordenó abrir el cuerpo y extraer la grasa, que fue untada en el pecho del agricultor enfermo. Una vez concluida la escena, mezcla de sacrificio ritual y superstición ancestral, ocultaron los restos del niño en un barranco a pocos kilómetros del pueblo y del cortijo.

Pedro Hernández (marido de Agustina), Francisco Leona, el curandero (segundo por la izquierda), los hermanos Julio 'el Tonto' y José Hernández
La desaparición de Bernardo desató una búsqueda frenética. Los vecinos se unieron a la familia del menor para tratar de dar con él hasta que, entrada la madrugada, decidieron dar aviso a la Guardia Civil.
Los rumores se extendieron y hubo lugareños que sospecharon de la reciente amistad entre el Moruno, Leona y Agustina poco antes de la desaparición de Bernardo. De hecho, los testimonios recogidos por la Guardia Civil fueron el primer hilo que tiró de la madeja.
El plan se resquebrajó muy pronto. El Moruno, enfermo y debilitado, apenas podía sostenerse en pie y, al ser interrogado, ofreció versiones contradictorias. Primero negó cualquier implicación, luego admitió haber estado en el cortijo, pero aseguró no haber visto nada.
En cambio, Francisco Leona, se mantuvo impertérrito. Aunque en su declaración cometió un error fatal: describió con detalle una escena que solo el asesino podía conocer. Al relatar cómo “el niño lloraba mucho antes de morir”, se descubrió a sí mismo como testigo directo del crimen. Eso sí, primeramente, señaló a Julio como el artífice del plan.

El crimen de Gádor
La pieza clave fue el Tonto quien, acorralado e incapaz de sostener la mentira, se convirtió en el eslabón débil para descubrir la conspiración. Julio entró en contradicciones: explicó que él mismo había ayudado a cargar el saco donde llevaban al niño. Pero, poco después, confesó que había acompañado a Leona al lugar donde enterraron los restos.
Julio, escoltado por la Guardia Civil, llevó a los agentes hasta el paraje donde apareció el cuerpo de Bernardo, confirmando así el horror de los hechos. El niño había sido mutilado y presentaba signos de extracción de grasa. A partir de ahí, las confesiones se sucedieron como piezas de dominó.

Crimen de Gádor: imágenes del hallazgo del cuerpo de Bernardo
El Moruno reconoció haber bebido sangre “porque Leona se lo ordenó como remedio”; Julio el Tonto admitió su colaboración en el secuestro y transporte; y Leona, aunque intentó justificarse bajo el argumento de ser un “remedio ancestral”, ya no tenía escapatoria. El círculo se cerró con la detención de Agustina Rodríguez, acusada de colaborar en la preparación del crimen.
Unas semanas después, se concluyó la instrucción del caso y, en agosto de ese año, se procedió a la celebración del juicio. Se trataba de uno de los procesos judiciales más mediáticos de la España de principios del siglo XX. La prensa, fascinada y horrorizada, bautizó el caso como “el crimen de Gádor” y consolidó la figura de Francisco Leona como el hombre del saco.
A garrote vil
Las sesiones estuvieron abarrotadas de curiosos que querían presenciar cómo se juzgaba a quienes habían cometido semejante aberración. El juez dictó sentencia el 11 de agosto: Francisco Leona fue condenado a muerte, aunque falleció antes de la ejecución víctima de una enfermedad agravada por la edad. Aunque hay expertos que apuntan a que fue envenenado.

El paraje de Gádor donde Francisco Leona y sus compinches escondieron el cadáver del pequeño Bernardo
Francisco Ortega, el Moruno, y Agustina Hernández fueron sentenciados a garrote vil; los hermanos José y Julio fueron condenados a 17 años de prisión y a la pena capital respectivamente, pero el Tonto finalmente fue indultado alegando demencia. En cuanto a la esposa de José, Elena, quedó en libertad libre de cargos.
El crimen de Gádor marcó un antes y un después en la historia criminal de España. La brutalidad de los hechos, la mezcla de superstición y desesperación, y el protagonismo de un curandero siniestro dieron forma a una de las leyendas más duraderas de la cultura popular.
A partir de entonces, el mito del hombre del saco dejó de ser solo un recurso para asustar a los niños: tomó rostro, nombre y apellidos. Y Francisco Leona Romero siempre será recordado como un símbolo del mal alimentado por la ignorancia y la miseria que dejó a un pueblo entero marcado para siempre.