Vas a las fiestas de Bilbao y ves cómo cientos de personas entonan juntas el Mari Jaia a voz en grito. No digamos ya el Pobre de mí sanferminero en Pamplona, el Asturias patria querida del Principado, o el melancólico Qué din os rumorosos con el que se abrazan los gallegos. Son más que canciones. Son símbolos. En Menorca también tenemos Un senyor damunt un ruc, que no es un himno de nada, pero sí lo es todo cuando se habla de algo tan etéreo como la conciencia de la identidad y el patrimonio colectivo.

La tradicional cantada de habaneras de Calella de Palafrugell se celebra una vez al año.
Al cantar a coro en fraternal hermandad Un senyor damunt un ruc , el Mari Jaia u otra de las piezas fiesteras -de las que muchos desconocen la autoría y cuya calidad musical deja bastante que desear- se dispara un no sé qué que cosquillea el alma, despierta la nostalgia y eriza la piel. Brota la emoción de sentirse unido a algo que no siempre resulta fácil de explicar y que, oh maravilla, sobrevive entre generaciones.
Darle matarile a la simbólica habanera demuestra torpeza política
Esto ocurre sí o sí, al margen de cuál fuera la intención de su compositor y, por descontado, de su moralidad. Aquí es donde entra el debate sobre si hay que diferenciar entre la obra y el artista, y mi respuesta es que sí. Se puede. ¿Se imaginan la cantidad de obras artísticas que adoramos y que tienen como autor un personaje de dudosa integridad ética? ¿La cantidad de pintores, escultores, músicos, cantantes, escritores o dramaturgos, con obras admirables, ante los que no nos detenemos a hacer juicios de valor sobre su calidad humana? Picasso, Caravaggio, Gaugin, Borges, Wagner, Strauss, Pfitzner, Polanski...
Cuando usted lea este artículo faltarán solo unas horas para que ocurra lo que parece inevitable. La mayoría de cuantos acudan esta noche a la tradicional cantada de habaneras de Calella de Palafrugell pasará olímpicamente de la prohibición impuesta por la alcaldesa y la comisión artística y, al cierre de la velada, cantarán El meu avi, del coronel Josep Lluís Ortega Monasterio, como si no hubiera un mañana. Como viene haciéndose desde hace más de medio siglo. Y ojalá que se consume esta mini rebelión porque significará que aún queda un poco de sentido común y que no todo vale en nombre de una corrección política mal entendida y peor ejecutada.
Darle matarile a El meu avi demuestra una torpeza política que deriva de un documental emitido en TV3, sobre todo porque evidencia una comprensión muy pobre de lo que significa la cultura y la tradición popular. Además, el motivo supuestamente progresista para aplicar una censura que recuerda tiempos oscuros se basa en unas acusaciones de proxenetismo sobre las que la justicia exculpó al compositor y en las que el reportaje de TV3 se regodea. No sorprende la batalla emprendida estos meses por la familia de Ortega Monasterio en defensa de la honorabilidad de su antepasado.
Silenciar nunca ha tenido ganancia.
Así que, esta noche, cantad, cantad El meu avi.