Los avances contra el cáncer no se entenderían sin ejemplos como los de Núria Pardo y la Fundación Enriqueta Villavecchia. Después de más de 40 años en el hospital de Sant Pau, su segunda casa, donde lo fue todo en pediatría y oncología infantil, la doctora Pardo preside la fundación Enriqueta Villavecchia. Esta entidad, que ayuda a niños con cáncer y a sus familias, inaugurará en el 2026 el primer gran hospice de cuidados paliativos para menores y adolescentes.
El cartel de las obras de esas futuras instalaciones, en el pabellón de la Victòria del Sant Pau, está presidido por los ojazos de Scarlet, una niña de la fundación. Otros ojazos, los de una pequeña con leucemia, impresionaron tanto a una joven residente en 1975 que decidió especializarse en oncología pediátrica. Quería ayudar a los niños y fueron los niños quienes la ayudaron a ella: “Me enseñaron que la vida es maravillosa y que todos estamos obligados a ser felices”.
El ejemplo
“He conocido casos de pequeños que se aferran a sus juguetes hasta el último día”
Usted dice que los niños le han enseñado hasta a respirar.
Acabé Medicina en 1975. Hice la residencia en Sant Pau y... Y se me quedaron grabados los ojos azules, preciosos, de una niña de seis años, aislada en una habitación. Leucemia. Recuerdo su nombre, que no repetiré por respeto a la familia. Tenía muy pocas posibilidades (hoy la hubiéramos salvado con un trasplante de médula, pero entonces...) ¿Y sabes qué hacía? Jugar y reír. ¿Qué otra cosa debía hacer? ¡Era una niña!
¿Por qué eligió un área tan dura como oncología infantil?
Por aquellos ojos. “Qué cruel e injusta puede ser la vida”, pensé. Me gustaría curar a pequeños como ella. Ese fue mi comienzo. Hice pediatría y después la superespecialidad de oncología pediátrica. He tenido una vida profesional muy satisfactoria. Cuando empecé se curaban entre el 20 y el 25% de los pacientes; hoy, entre el 80 y el 85%. Asistir a esa evolución es un gozo, una felicidad absoluta.
¿Es muy diferente la oncología infantil de la de los adultos?
Sí, como diferentes son también los tumores. Los niños, además, necesitan que les mires a los ojos y les digas la verdad, aunque les hables como si les explicaras un cuento, pero uno real. Son como radares: captan las emociones. Y necesitan amistad, cariño, caricias. Seguir siendo niños. He visto algunos que se aferraban a sus juguetes hasta el último día de su vida.
¡Conocerá tantas historias!
¡Muchísimas! Es habitual, por ejemplo, que los adolescentes me digan: “Yo ya sé lo que tengo, pero mis padres se empeñan en utilizar eufemismos. Ellos no me quieren hacer sufrir y yo no quiero hacerles sufrir, por lo tanto, cuando hablemos tú y yo lo hacemos sin tapujos. Pero cuando estén ellos...”. Nos dan lecciones así a diario. Otra vez un niño me dijo que sabía que lo suyo iba mal, pero no quería que su madre supiera que lo sabía. Son ellos quienes muchas veces cuidan de los padres.

En otro momento de la entrevista
¿Y quién lo pasa peor?
Los padres, sin duda. Cuando su hijo tiene un cáncer, el mundo desaparece para ellos. Sólo existen las seis letras de esa palabra: c-á-n-c-e-r. He visto al día siguiente a madres despeinadas, ojerosas, sin maquillar. “Muy mal”, les digo. Te quiero aquí como siempre. Si antes no te maquillabas, perfecto. Pero si lo hacías, sigue haciéndolo. Si tú flaqueas, tu hijo flaqueará.
¿Cómo encajan unos padres los cuidados paliativos?
Es difícil. Hay que buscar el momento oportuno para decírselo, en un espacio relajado, aislado, no en presencia del niño. Mejor si está también la enfermera de referencia y, siempre que sea posible, una psicóloga. La relación con las familias es vital, no puede ser fría, distante. Hay que intentar no llorar. Si hay malas noticias, se dirán, pero recalcando que él no va a sufrir. Eso es lo que más les preocupa.
Usted debía llegar a casa con una mochila muy pesada.
Hay que saber parcelar. La vida es también eso. La cabeza está llena de cajones y un médico ha de saber en cada momento cuál abrir y cuál cerrar para poder descansar y dar lo mejor de sí mismo. He vivido más horas en el Sant Pau que en mi propio hogar, pero ¿verdad que no me iba a casa con la bata y las zapatillas de doctora? No, las dejaba aquí, con esa mochila.
¿Siempre quiso ser médica?
Sí, desde niña. No tenía antecedentes, pero sí un referente vocacional: el doctor Gener, un médico de familia y el médico de mi familia. Era genial. Te daba una palmadita y el mundo comenzaba a ir mejor. Tuve la suerte no solo de que me viera ejercer, sino de sustituirle un verano en su consulta, donde aprendí algo que me ha acompañado siempre: una buena palabra hace más que una pastilla.

La gran valentía de pacientes pequeños
¿Y eso se enseña en clase?
No. He dado clases de ética en la facultad de Medicina y a los residentes del hospital. No cuesta nada, les explicaba, recibir a los pacientes con una sonrisa y escucharles con atención. O darles consejos. A veces me replicaban que eso es imposible con el tiempo estipulado para las visitas y que hacerlo obliga a salir dos horas más tarde. Sí, les respondía, pero saldréis con la sensación del trabajo bien hecho.
¿Buscando esa sensación nació la Fundación Villavecchia?
En efecto. Un día, un niño con un tumor cerebral estaba muy triste porque aquel año no podía ir de colonias y sus padres tampoco podían veranear. “Por mi culpa”, decía él. Por ello, y con el dinero que obtuvimos con una beca, organizamos las primeras colonias de toda España para niños en tratamiento oncológico. Era 1988. Al año siguiente nació la fundación. Uno de sus objetivos es que los niños con cáncer sigan siendo niños.
¿Qué demostraron aquellas colonias?
Que la vida es juego y que los pediatras hemos de jugar. Para auscultar a un niño, muchas veces le tienes que dejar tu fonendoscopio para que él te ausculte primero a ti. Todos los participantes se beneficiaron de la experiencia. Recuerdo a una niña con una prótesis en la pierna por un sarcoma. Se negaba a ir a las sesiones de rehabilitación en el hospital por el dolor. Llegó a las colonias en silla de ruedas y se fue andando. Su madre me llama cada diciembre para felicitarme la Navidad y para decirme: “Mi hija, nuestra niña, doctora, ya es una mujer y sigue perfectamente. Gracias”.