“El primer día que tuve que limpiarle el culo a mi padre, me mentí diciéndome que era igual que cuando se lo limpiaba a mi hijo (...). Me lo repetía como quien está a punto de correr para darse impulso y saltar. Es lo mismo, Carmen. Hazlo ya. Pero no. No es lo mismo”.
Así de crudo y realista es el inicio de Los siguientes, la última novela de Pedro Simón (Madrid, 1971), escritor y periodista, autor de una docena de obras que retratan las relaciones familiares. En esta ocasión aborda la vejez, cuidado y muerte de nuestros mayores, nuestros padres y madres, quienes han sido nuestro pilar vital. A través de las voces de tres hermanos, Carmen, Darío y Gabriel (babyboomers), y de su padre octogenario, Antonio, el lector se encuentra una visión caleidoscópica sobre esa situación tan común: cuando el dependiente es quien nos cuidó.
Simón, Premio Ortega y Gasset 2015, premio al Mejor Periodista del Año de la APM en 2016 y premio Rey de España de Periodismo en 2021, reflexiona con La Vanguardia sobre lugares comunes a partir de cierta edad.
Es muy curioso cómo nos acercamos a las heces (de los ancianos). Las de los bebés nos dan alegría, hablamos sobre ellas; las de los mayores son un tabú
El realismo de la primera frase de su libro impacta. Pero tener que “limpiar el culo” al padre o la madre, es un momento vital común.
Lo que nos pasa a muchos de nuestra edad es que hasta hace muy poco las conversaciones en torno a los hijos estaban en la sobremesa siempre; ahora los hijos se han ido yendo, físicamente, porque ya tienen otra vida (han quedado con su novia, sus amigos…). Y por la otra puerta del salón han entrado las conversaciones sobre nuestros padres. Es rara la semana en que un amigo no te pregunta, “oye, ¿qué tal tu padre, qué tal tu madre?”. Ahí veía siempre un tema que habla de todos. Algo comienza el día que empiezas a pensar, “oye, ¿qué hay que hacer con papá?”.
Esa situación de lavar al padre o la madre anciana es sobrecogedora. Se lo encuentra Carmen, la hija, la más cuidadora, que trabaja en un geriátrico… Es una escena que le da un bofetón de realidad.
En esa situación, creo todos preferiríamos ser el limpiador antes que el limpiado. La literatura está para atreverse a hablar de cosas que en ocasiones no queremos ni nombrar. Y no excluyo que unas heces, aunque sean de una persona mayor, te acaben dando asco. Es muy curioso cómo nos acercamos a esas heces. Las de los bebés nos dan alegría, hablamos sobre ellas; las de los mayores son un tabú porque hablan de nosotros. Cuando tienes a tu octogenario desvalido, lo que nos da calambre es saber que esa persona que está ahí es un espóiler de lo que vas a ser tú. En esa tesitura, ¿cómo no vas a sentir ternura?, ¿cómo no vas a hacer un poco de inventario? La persona que te daba la mano y te ayudaba en todo, está al otro lado. Es inevitable preguntarte, ¿yo estaré a su altura?, ¿yo me quejaré tanto? De eso habla la novela, de cómo el padre octogenario viudo acaba siendo un espejo para sus hijos.
En las mujeres de mi edad hay mucha culpa siempre
En la novela también es evidente la diferencia entre la manera de cuidar de los tres hermanos que se tienen que hacer cargo del padre. Siempre hay alguien más cuidador, otro más canalla pero más divertido, alguien más pasota…
Aquí cada uno hace lo que puede. A lo mejor Gabriel (hijo mayor y triunfador en la novela), te puede parecer “pero este tío de qué va”, luego lo acabas entendiendo. Darío sabe que, aunque no sea muy saludable echarle orujo en el café del padre, eso lo hace muy feliz a sus 80 y tantos. Carmen ya dice que ella tenía las papeletas para ocuparse más de su padre que sus hermanos, es mujer, vive cerca de él y es auxiliar de enfermería.
Esa realidad dura y tan poco reconocida, la de las mujeres cuidadoras, siempre ellas. Hijas, madres, abuelas…
Nueve de cada diez cuidadores ahí fuera en la calle, familiares, siguen siendo mujeres en este país en 2024. Y Carmen, por ser mujer, es la que más culpa siente. Se siente como un sándwich, su hijo por debajo y su padre por arriba, y ella con sus problemas en las rodillas, vive sola, tiene un trabajo que tampoco es que sea el mejor del mundo… Siente culpa si su padre no se toma la medicación en casa de su hermano, si le tiene que llevar a la residencia, si a lo mejor le ha hablado mal un día… Esto lo detecto mucho en las mujeres de mi edad, la culpa, la culpa siempre. Desde pequeños nos educaron con eso “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. Tú medías un metro y la culpa era un monstruo que medía 14 metros.
Con que haya amor, con que haya tiempo y sobre todo espacio de dignidad para la persona cuidada, todo está bien
La gran culpa: cuando tienes que llevar al padre o la madre a la residencia. Pero atenderlo en casa, en muchas ocasiones, es imposible, y pagar cuidados personalizados, más.
Huyo de decir cuál es la solución buena. Cada uno aquí hace lo que puede, cada circunstancia familiar es tan diferente que sería muy atrevido dar lecciones de moral. Estuve hablando con el hijo de Alfonso Suárez y él me contaba que su padre murió con Alzheimer, murió en casa o estuvo en casa hasta el final, porque tenía media docena de cuidadores, ¿y quién puede pagar esto…
Y la culpa ahí es enorme, hagas lo que hagas.
Yo creo que al final, con que haya amor, con que haya tiempo y sobre todo espacio de dignidad para la persona cuidada, todo está bien.
Si no eres creyente, la muerte te genera una sensación de vacío, de volver a la nada
Hay una situación también muy compartida, que es la orfandad cuando se mueren los dos progenitores, aunque sean ya mayores.
Hay una frase en la novela que se la tomé prestada, citándole, a Albert Solé, hijo de Jordi Solé Tura. En el documental Bucarest, la memoria perdida, hablando sobre su padre, decía que “el paso del tiempo es como un dentista que te va arrancando todas las piezas”. Un día te arranca la movilidad de las piernas, un día te arranca algo de salud, un día te arranca la memoria... Y ese dentista, el paso del tiempo, un día, sale a la sala de espera y pregunta quién es el siguiente. Entonces tú miras alrededor y dices, ‘bueno, pues el siguiente soy yo’. Cuando eras pequeño estabas muy a salvo, sabías que tendrían que morir primero tu bisabuela, tu bisabuela del pueblo que era ya tenía 100 años, tus abuelos, tus padres, tus tíos, tus padrinos, tus hermanos mayores, tus primos mayores…
¿Qué nos pasa por dentro cuando somos “los siguientes”?
El tiempo va pasando, va pasando, va cayendo la primera línea, la segunda línea, la tercera… Eso nos genera cierto pánico y cierto horror. Si eres creyente, supongo que será estupendo, porque vas a estar en otra dimensión con seres queridos, pero si no lo eres, hay una sensación de vacío, de volver a la nada. A mí me obsesiona, la muerte.

Pedro Simón.
Un acompañante espiritual del Hospital San Joan de Déu, pedagogo, filósofo y teólogo, nos decía que la muerte es el gran miedo del ser humano. Y en nuestra sociedad, hoy en día apartamos la muerte de nuestra vista, la eliminamos de los hogares y la relegamos al hospital, al tanatorio, la alejamos de los niños…
Exacto. Ahí tenemos un trabajazo por hacer, cada vez estamos peor respecto a la muerte. No sé si tiene que ver con el hedonismo, con que es una sociedad más individual, con que al capitalismo tampoco le interesa que tú estés en esto.
El motor del amor siempre está por encima del motor del dinero (…). A lo mejor, en algunas casas no hace tanto calor, pero hay más piel, y la piel abriga mucho
Por mucho que sepamos que es ley de vida, la orfandad nos golpea a los 50 o 60…
Yo creo que la situación de orfandad no tiene tanto que ver con la edad en la que se produce la muerte, sino precisamente con el hecho. Da igual que tengas 60 años o 70, cuando en el escalafón eres el próximo, hay algo irreparable. Yo tengo 53 años y todavía sigo necesitando algunos días que mis padres me traten como un niño. Tengo la necesidad de ir a un sitio donde hay un calor que tiene que ver con un líquido amniótico, que solo te lo dan tu padre o tu madre y que es un espacio muy seguro, donde no te juzgan, donde te procuran cuidados casi como pueriles, que ya nadie más te los procura. Nadie te quiere como tu perro o como tus padres, ni siquiera tus hijos. La experiencia es eso que se tiene cuando ya no sirve para nada. Los cementerios y los tanatorios están llenos de gente pensando ‘¿por qué no fui más veces a ver a mi padre el último año?', '¿cómo no hice aquello a tiempo?', ‘¿cómo he estado tres meses sin ver a la tía?'...
La manera como envejecemos, como la manera en que vivimos, está muy condicionada por el dinero. En los cuidados y tipos de residencias geriátricas que hay, es evidente. En la novela hay muchas diferencias económicas entre uno de los hermanos y los otros dos. El rico no tiene dudas en llevar al padre, Antonio, al mejor centro…
Estando de acuerdo, yo creo que el motor del amor siempre está por encima del motor del dinero. Si no, de alguna manera estaríamos dando a entender que la gente que no tiene posibilidades económicas está condenada a no estar al nivel. A lo mejor, en algunas casas no hace tanto calor, pero hay más piel, y la piel abriga mucho. Todos estamos rodeados de ejemplos así. Yo esto lo veo todavía mucho en el medio rural, hay un modo de cuidar a los padres bastante imbatible.