Un niño de corta edad pasa corriendo al lado de la toalla en la que está tumbado al sol y le embadurna de arena. Usted se gira hacia los padres de la criatura, que han presenciado la escena. No reaccionan. En el mejor de los casos, le dirigen una mirada o un gesto que acaso pueda interpretarse como una disculpa. O no. En el chiringuito, otra niña llora de manera escandalosa. Durante un minuto, dos. Cinco. ¡Diez! Sus adultos responsables dialogan con ella sobre lo que sea que la desespera tanto. ¿Ha sido testigo, o víctima, de episodios de esta índole en sus vacaciones?
“Esto ha pasado toda la vida”, sostendrán algunos. “Son otros tiempos”, dirán otros. Sí, por supuesto. Aun así, algunos patrones de crianza se antojan difíciles de encajar para quienes educaron a sus hijos en épocas de menos __________ (introduzca aquí la palabra que mejor se adecúe a su sensibilidad: remilgos, respeto, formación, información, otras...). Lee Lima, venezolana afincada en Madrid, ingeniera de formación pero ‘entrenadora’ de familias por vocación, nos acerca este modelo de educación en su libro Hijos educados en la crianza positiva (RBA) La elección de palabras en el subtítulo de la portada ya da una idea de su filosofía: ‘Un manual para acompañar a los niños de 3 a 9 años’.
Hay que distinguir las consecuencias del castigo: no se trata de que el niño “pague por” por lo que ha hecho, sino de “educarlo en” lo que ha hecho
La disciplina positiva defiende la comunicación y el respeto al niño con el fin de educarlos para la vida
Lima es defensora de la disciplina positiva, que se nutre que la psicología adleriana. Este enfoque desarrollado por Alfred Adler (1870–1937), médico y psicólogo austriaco que fue contemporáneo de Sigmund Freud y Carl Gustav Jung, enfatiza la importancia del sentido de comunidad, la motivación social y la autopercepción en el desarrollo humano. Se centra en la crianza basada en el respeto mutuo, la cooperación y el fomento de la autonomía en los niños.
¿Qué tipo de educación recibió usted en su casa?
Más bien autoritaria. De niña no te cuestionas qué tipo de educación recibes. Eso llega más tarde. Normalmente, cuando eres madre.
Usted es ingeniera. ¿Cuál es su evolución personal y profesional?
Yo estudié ingeniera informática por referencia familiar. Cuando era joven no tenía ni idea de qué hacer. Mi padre y mi tía eran informáticos y eso es lo que estudié en Venezuela. Con 31 años, ya en Madrid, nació mi primera hija. Abrí un blog donde escribía sobre los desafíos a los que me enfrentaba como madre. Ahí recibía muchos inputs de otras madres y padres. Empecé a investigar. Y entré en contacto con la filosofía Montessori, un contraste muy grande respecto a la educación tradicional de la que venía. Después me formé en otras disciplinas, como la pedagogía Waldorf, la teoría del apego y la Comunicación No Violenta (CNV).
En su libro habla mucho de aplicar la “firmeza amable” y distingue las “consecuencias lógicas y naturales” del “castigo” ¿Cómo se aplica eso en el día a día?
Hay una línea muy fina entre las consecuencias y el castigo, sobre todo desde el punto de vista del niño, que a menudo no entiende la diferencia. La clave es establecer límites. No negociables. Y cuando se produce una infracción de esos límites, no se trata de que el niño “pague por” por lo que ha hecho, sino de “educarlo en” lo que ha hecho. El filtro es la actitud del adulto. Educamos a nuestros hijos para la vida. Si ellos toman la decisión de incumplir, debemos enseñarles qué consecuencias tiene esa mala decisión. Y esas consecuencias siempre deben estar relacionadas con el incumplimiento de las normas. Por ejemplo: si el niño coge una rabieta porque no quiere recoger los juguetes, nuestra reacción no puede ser: “Pues mañana no irás al cumpleaños de tu amigo”. Eso es un castigo no relacionado con la infracción cometida. En cambio, le podemos explicar que como no ha recogido los juguetes, nos hemos quedado sin tiempo para ir al parque. Eso sí es una consecuencia de su acción.
Aunque nosotros somos sus líderes emocionales, los niños merecen dignidad y respeto (...) Deben tener voz; y a veces, incluso voto
Cuando entra una pantalla en casa, entra un problema
Habla también de “horizontalidad” en las relaciones entre padres e hijos. Pero hay momentos que los padres hemos de tomar decisiones unilaterales para protegerlos...
Muchos de nosotros venimos de una educación vertical, muy jerárquica, en la que los niños no tenían ni voz ni voto. Pero aunque nosotros somos sus líderes emocionales, los niños merecen dignidad y respeto. Como cualquier otra persona. Y pueden participar de algunas decisiones. No todas, obviamente. Pero deben tener voz, y a veces, incluso voto. Cuando surge un conflicto hay que ofrecerles opciones, soluciones alternativas. Si no quieren comer un plato porque no les gusta se puede establecer un diálogo con ellos y llegar a acuerdos: “Hoy tienes que comer esta verdura, pero tomo nota: otro día te haré macarrones con tomate”.
Los niños han de tener derechos, de acuerdo. ¿Pero cómo garantizar que asuman también sus responsabilidades cuando no quieren cumplir con ellas?
Cuando un niño no quiere (¡o no puede!) Hacer algo, hemos de intentar empatizar con ellos, ver las cosas desde su perspectiva. Y abrir un diálogo: “Puedo entender que te dé pereza, pero esto hay que hacerlo ahora”. Siendo firmes pero amables, del mismo modo que actuaríamos en el trabajo con un compañero subordinado. No es necesario gritar, ni humillar ni infravalorar al niño. Romper las normar, o llevarlas al límite, está en la idiosincrasia de la mayoría de los niños. Y es evidente que eso crea problemas en casa. Pero debemos entender que en toda convivencia debe de haber espacio para la disconformidad. Y por supuesto que el niño no ha de tener la última palabra. Crianza positiva no es permisividad. Hay padres que actúan como los abogados de sus hijos. En mi consulta siempre desaconsejo esa actitud. Pero la imposición tampoco funciona.
¿Cómo se adapta el enfoque de crianza que propone a la realidad de muchas familias de hoy? Padres con poco tiempo, estrés emocional y económico, etc.
Es cierto que hoy en día los padres tenemos muy poco tiempo para la crianza. Déjeme decir que, desde la mirada infantil, esto es muy triste. La infancia se cuece a fuego lento. En el libro pongo la metáfora del bambú japonés, una planta que, una vez sembrada, se riega y se cuida durante siete años sin que se aprecie a simple vista ningún resultado. Durante todo ese tiempo sólo se fortalecen sus raíces, que no se ven. Y entonces, de repente, crece de forma increíble en solo seis semanas. La crianza positiva es un acto de fe, como cultivar un bambú.
Aconsejo utilizar el sentido del humor con los niños. Los padres somos muy serios, parecemos enfadados. Y no hay nada más fácil que hacer reír a un niño
No hay nada más fácil que hacer reír a un niño.
Pero insisto, para eso hace falta mucho tiempo. Tiempo que muchos padres no tenemos...
Y ese es el origen de muchos de los conflictos. Un niño, por lo menos hasta los cinco años de edad, es totalmente dependiente de sus padres. Necesitan de su presencia. Si no estamos, ellos lo acusan: ¿Qué pasa que no tienen tiempo para mí? Y ellos hacen todo lo posible para que los veamos. Portarse mal es también una manera de hacerse ver. Ellos piensan: aunque me regañe, está conmigo. Por tanto, lo que hemos de procurar es que el tiempo que pasemos con ellos sea de calidad. Que no sea todo meramente operativo (hay que hacer esto y lo otro) sino compartir actividades y experiencias con ellos. Hay que intentarlo, poco a poco. Saldrá mal muchas veces, pero es la única solución.
¿Algún consejo más específico?
Utilizar el sentido del humor. Hay que reírse más con ellos. Los padres somos muy serios. Siempre parecemos enfadados. No hay nada más fácil que hacer reír a un niño. Y una vez lo haces reír, ya lo tienes.
¿Qué lugar ocupan las pantallas, las redes sociales y la IA en este modelo de crianza?
En el momento que entra una pantalla a casa, entra un problema. Así que como primer consejo: cuanto más tarde, mejor. Ya hay países que por ley impiden el uso de pantallas y redes hasta los 14 años. Como sociedad hemos cometido muchos errores con esto. Se están regalando móviles en las comuniones. ¡Es una barbaridad! Como consecuencia, en algunas casas con preadolescentes, el diálogo (por no decir el conflicto) se restringe a eso. Muchos no repetirán con sus hijos menores los errores que cometieron con los mayores. Pero es un reto muy complicado para nosotros, que crecimos sin estas pantallas. Vamos a tener que tomar decisiones muy firmes.
¿Cómo aconseja gestionarlas?
En el momento que entran en casa hay que establecer normas básicas no negociables. Porque cuando la salud está en juego, los límites no se negocian: por ejemplo, el móvil ha de estar fuera de la habitación a la hora de dormir. A partir de ahí hay que tener una comunicación abierta con ellos para que expresen sus dudas y necesidades. Porque las redes y la IA están ahí. Las van a usar. Prohibirlas no es una solución. Así que no nos queda otra que formarnos e informarnos para transmitirles a ellos las cosas más básicas. Por ejemplo, que entiendan que una IA es un robot, algo programado; no una persona real.
Querría acabar recuperando la idea inicial del texto: hay gente que ni entiende ni comparte esta forma de educar. ¿Qué mensaje le da a alguien que no comprende que un niño le moleste en la playa y sus padres no le reprendan?
Lo que ocurre es que somos una sociedad muy crispada. No podemos tapar las etapas de desarrollo de los niños. Y cuando son pequeños, son inquietos. A veces molestan. Aunque tampoco hay que tapar su comportamiento. Insisto en lo de no convertirnos en sus abogados. A partir de ahí, lo único que puedo aconsejar es que ese mismo tipo de comunicación y diálogo que defiendo con sus nuestros hijos, lo tengamos también con otros adultos no comparten nuestra visión: “Disculpe si mi hijo le ha molestado; ahora voy a hablar con él y le explicaré por qué usted se ha sentido molesto”.



