“Es una fantasía pensar que se logra comprar una casa por haber tomado decisiones inteligentes”

El drama de la vivienda

Ni el sueldo ni el nivel educativo determinan ya la clase social, sino el acceso a la vivienda, defiende en un nuevo ensayo el sociólogo australiano Martijn Konings

Martijn Konings

Martijn Konings, Professor of Political Economy and Social Theory; Associate Dean (International), University of Sydney, Australia
Barbara Ubaldi, Acting Head of Division, Reform of the Public Sector, Governance Directorate, OECD

OECD Headquarters, Paris, France

Photo : OECD / Maud Bernos

Martijn Konings es profesor de Política Económica y Teoría Social en la Universidad de Sidney ;

OECD / Maud Bernos

A y B tienen el mismo trabajo y cobran el mismo sueldo porque estudiaron lo mismo. Pero A y B no pertenecen a la misma clase social, ni llegarán a tener vidas equiparables (en eso se diferencian de generaciones anteriores), porque A ha heredado un piso de sus padres y B ni siquiera puede conseguir un alquiler estable en su ciudad. Eso afectará lo que piensan, lo que votan, cómo se relacionan, si llegan a tener hijos y cómo y cuándo se jubilarán. También con qué grado de salud lo harán, seguramente. 

Nunca el acceso a una casa fue tan difícil y tan determinante, argumentan en el libro Vivienda. La nueva división de clase (Lengua de Trapo) los sociólogos Martijn Konings, Melinda Cooper y Lisa Adkins. El investigador Javier Gil aporta una perspectiva española al asunto en un prólogo que lleva como subtítulo Un país salvaje. Toma las palabras, irónicamente, de la intervención de una columnista, Rosa Belmonte, en el programa de televisión El hormiguero el pasado mes de octubre, en la que se escandalizaba por las manifestaciones de inquilinos y las calificaba de “especie de lucha de clases moderna”. A Belmonte eso le parecía propio de un país salvaje.

Las oportunidades de vida están cada vez más determinadas por el acceso a la riqueza familiar y no por credenciales educativas o el éxito profesional

Martijn KoningsSociólogo
Manifestación por la vivienda en Barcelona, sábado 23 de noviembre

Manifestación por la vivienda en Barcelona en noviembre de 2024

Mané Espinosa

Heredar patrimonio es la única manera de dejar de formar parte de la generación inquilina, argumenta el ensayo. El esfuerzo personal cada vez importa menos, lo que ha sumido a las clases medias, tan apegadas a la idea de meritocracia, en una crisis de identidad. Martijn Konings, profesor de Política Económica y Teoría Social en la Universidad de Sidney desgrana cómo ha ido y cómo seguirá ese tránsito de la economía del trabajo a la economía de los activos.

¿Han caducado las ideas que teníamos de lo que es “clase trabajadora” y “clase media”?

Sí, los marcos conceptuales que se desarrollaron hace 50 años para pensar sobre la clase y la desigualdad ya no funcionan. Esas perspectivas definían la clase principalmente en referencia a los ingresos del trabajo o a la profesión que se ejercía, lo que proporcionaba una forma útil de pensar en el lugar de las personas en la sociedad. Pero esas categorías simplemente ya no ofrecen una comprensión suficiente de las dinámicas de la sociedad contemporánea. Hay varias razones para ello, pero la principal es el rápido crecimiento de los precios de la vivienda en las últimas décadas, que da una nueva dimensión a esos estratos.

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En Barcelona acabamos de vivir un caso paradigmático: el Ayuntamiento ha intervenido para salvar un bloque modernista situado en un barrio céntrico en el que las casas son muy caras y que se había convertido en emblema del problema de la vivienda. Durante semanas, la cara visible fue un profesor que se arriesgaba a perder su vivienda de alquiler. Hay muchas derivadas de este caso y una de ellas es que por primera vez muchas personas que se perciben de clase media están pensando: ‘vaya, este problema es nuestro también. Ya no estamos a salvo’

El ejemplo que me da es revelador: hay muchas personas en los países occidentales que tanto los estudiosos de las ciencias sociales como la opinión pública considerarían miembros de la “clase media”, y ellos también se considerarían así, porque tienen un cierto nivel educativo y un ingreso por encima del promedio, pero que descubren que no pueden comprar una vivienda. Y cada vez más, tampoco pueden alquilar un hogar estable y decente. Eso genera todo tipo de dinámicas generacionales que resultan desconocidas. Para los jóvenes, vivir solos es cada vez más inasequible, y también lo es compartir vivienda con otros de su edad, por lo que se observa la tendencia de que las personas vivan más tiempo con sus padres. En algunos países, incluida España, esa situación nunca cambió de manera radical. Pero en todas partes están desapareciendo las opciones, la dependencia de la ayuda de los padres se está intensificando y las oportunidades de vida están cada vez más determinadas por el acceso a la riqueza familiar en lugar de por las credenciales educativas o el éxito profesional. Todo esto empezó a llamar la atención después de la crisis financiera global y, desde el Covid, se ha vuelto más reconocible.

La seguridad en la vivienda nunca dejó de ser un problema, pero no recibía mucha atención porque no afectaba a las relaciones de clase en Occidente

Martijn KoningsSociólogo

Esta nueva toma de conciencia no deja de ser problemática, como se señala desde distintos sectores. Es como si el problema solo se hubiera vuelto importante ahora que afecta a las clases medias con educación superior.

Hay ciertamente algo de hipocresía en ello. La seguridad en la vivienda nunca dejó de ser un problema, solo que no recibía mucha atención. La prosperidad compartida solo fue una realidad durante un período limitado de tiempo en una región específica del mundo, y se construyó sobre la subordinación imperialista de gran parte del resto del planeta. Desde esa perspectiva, lo que estamos viendo ahora es simplemente el colapso del privilegio regional y la manifestación de las relaciones de clase global dentro de Occidente. No se trata de problemas técnicos aislados que afectan a ciertos grupos y que pueden resolverse con ajustes en las políticas locales o nacionales; requieren nuevas coaliciones amplias que desafíen la perversa distribución de la riqueza y los activos.

Se suele decir que nada vuelve a alguien más conservador que comprarse una casa. En el prólogo de la edición española de su libro, Javier Gil le da vueltas a eso. Si la movilidad social se consigue a base de ser propietario, y no de cobrar un sueldo, se hacen superfluas cosas como el estado del bienestar o los sindicatos.

Estoy de acuerdo. La idea de la meritocracia ha sido objeto de muchas críticas recientemente, ya que se considera uno de los principales impulsores de las políticas neoliberales más perjudiciales, y esto forma parte de ese panorama. Pero añadiría que está estrechamente vinculada a otro de los principales puntos de atracción ideológicos del capitalismo: la idea de que sus beneficios están disponibles de manera universal, que todos pueden experimentarlos y que la competencia por los recursos es solo un fenómeno superficial.

La propiedad privada lleva esta fantasía a un nuevo nivel: el espacio es, de manera evidente, un recurso limitado, y su propiedad suele ser filosóficamente difícil de justificar. Sin embargo, de alguna manera hemos logrado desarrollar un discurso altamente fantasioso que hace que la acumulación de propiedades parezca simplemente una cuestión de tomar decisiones inteligentes y desarrollar estrategias sofisticadas.

En el libro cita a Nigel Lawson, ministro de Margaret Thatcher, que dijo que quería convertir el Reino Unido en una nación de herederos. Aquí nos suena eso. Un ministro franquista dijo que quería que España pasase de ser una nación de proletarios a una nación de propietarios ¿Fueron proféticos ambos? Muchos trabajadores ahora no se ven como parte de la clase trabajadora porque lograron comprar pisos cuando era más fácil.

Sí, la posibilidad de poseer algo es un factor determinante en la percepción de identidad social de las personas, pero lo que también destaca su pregunta es el potencial autoritario de ese tipo de política de clase media. Tras la victoria de Trump, ha habido mucho debate sobre cómo el camino para su regreso fue allanado por la tibieza de las administraciones progresistas, por ejemplo, la resistencia del Partido Demócrata a abordar la desigualdad después de la crisis financiera global.

En mi libro más reciente (The Bailout state, Polity) profundizo aún más en la cuestión de cómo las manifestaciones más extremas de la economía basada en activos, como el hecho de que los magnates tecnológicos estén accediendo a fondos públicos, tienen sus raíces en la manera en que una determinada clase media, centrada en el valor de los activos, sirvió para suprimir alternativas de izquierda. Esto significa que no podemos esperar derrotar a una derecha en proceso de radicalización simplemente proponiendo un retorno a una política de clase media más tradicional.

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El debate de la vivienda está muy ligado a la brecha generacional. ¿Qué suponen este tipo de batallas que vemos cada vez más en el discurso público? Me refiero, por ejemplo a gente en la treintena oponiéndose a la subida de las pensiones o refiriéndose en redes a la boomerada, caracterizando a todos los mayores de 60 como multipropietarios con la vida resuelta

Como categoría sociológica, la generación es paradójica. Es absolutamente crucial para muchos de los desarrollos que estamos presenciando, pero al mismo tiempo, si se toma demasiado literalmente y se piensa en el conflicto social como algo que ocurre estrictamente a lo largo de líneas generacionales, se llega a ideas poco sólidas, como la popular oposición entre boomers y millennials.

Estas generaciones no son internamente coherentes ni están caracterizadas por la solidaridad; de hecho, la generación millennial ya está extremadamente polarizada y lo estará aún más en el futuro.

¿Hasta qué punto determina la compra, o la no compra, de una casa toda nuestra biografía? Pienso en la manera cómo las bajas tasas de fertilidad están relacionadas también con el acceso a la vivienda.

La idea de planificar el curso de la vida es, históricamente hablando, una idea muy burguesa. Presupone que la vida no está completamente determinada por las necesidades de supervivencia ni totalmente limitada por la autoridad, sino que hay margen para el diseño y la planificación. El siglo pasado democratizó esa idea, y un patrón particular —educarse, encontrar un empleo, comprar una casa, tener hijos, poder enviarlos a escuelas asequibles y de alta calidad, etc.— formaba parte de ello. Como todo lo burgués, tenía su lado oscuro, pero desde una perspectiva histórica fue un logro extraordinario, aunque limitado. A medida que los pilares clave de ese modelo comienzan a desmoronarse, también lo hace toda la experiencia de vida estructurada en torno a ellos. Esto tiene implicaciones en la manera en que las personas piensan sobre la reproducción, las formas de convivencia y la posibilidad de jubilarse. Cuántas más personas ven cómo sus opciones se reducen, empiezan a pensar de manera diferente sobre su futuro, y ese es un proceso volátil.

¿Qué países y ciudades están aplicando políticas de vivienda efectivas, o al menos imaginativas?

Gran pregunta, y ojalá tuviera un mejor conocimiento de los mercados de vivienda nacionales y locales, porque estoy seguro de que hay todo tipo de iniciativas interesantes en marcha de las que apenas se habla. El caso de Australia, donde vivo, es bastante desalentador: el problema es ampliamente conocido y difundido, y, sin embargo, las estrategias y las bases electorales son tales que ningún político se atreve a abordar los problemas más evidentes, como los incentivos fiscales para la adquisición de segundas y terceras propiedades, o la posibilidad de que los propietarios desalojen a los inquilinos sin justificación.

Al mismo tiempo, hay coaliciones de inquilinos y otras formas de activismo que ganarán protagonismo en los próximos años y que podrían influir en la política pública con el tiempo.

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