'Gladiator II': mucha fantasía y poca cebada

En su tinta

La dieta de quienes derramaban su sangre en la Roma del pan y circo

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Un fotograma de la película

Los emperadores de la película: Geta (Josep Quinn) y Caracalla (Fred Hechinger) 

Paramount

Es una verdad generalmente aceptada que intentar aprender historia con las películas del gran Ridley Scott es como intentar aprender a navegar con Piratas del Caribe. Pese a ello, o quizá justo por ello, es un director fantástico. En Napoleón prescindió del rigor casi tanto como en Gladiator, pero en Gladiator II se da todo un festín de licencias históricas. Y en ese festín faltan muchos cereales (salvo en la primera y la última escena).

En esta sección ya despotricamos contra las elipsis e incorreciones de Napoleón, sin perder de vista eso que dijo Ernesto Sábato de la mayoría de críticos: “Casi todos son unos creadores frustrados”. Que Ridley Scott es un cineasta, y no un historiador, es una verdad de Perogrullo, pero también lo es que la creación artística no tiene por qué estar reñida con la verdad histórica. Y la Roma clásica tiene ejemplos muy brillantes…

Ridley Scott, entre Pedro Pascal y Paul Pascal, en un parón

Ridley Scott, entre Pedro Pascal y Paul Pascal, en un parón 

AP / Paramount

Lindsey Davis, autora británica superventas, ha conseguido millones de lectores con su personaje fetiche, el detective de la Roma imperial Marco Didio Falco, protagonista de una veintena de novelas que aúnan la amenidad con el escrupuloso respeto por el pasado. En la presentación de uno de sus libros, a un engreído catedrático de Historia se le ocurrió solicitar condescendencia ante las “errores de bulto” de la escritora.

Aquel presunto experto dijo, mirando por encima del hombro: “Todos sabemos que los romanos no empleaban toneles como los que ella describe”. Lindsey Davis, que se documenta hasta la extenuación (empleó más de 20 años para Rebeldes y traidores, su mirada sobre la Inglaterra de Cromwell) le abrumó a continuación con una avalancha de datos, estudios y hallazgos arqueológicos que confirmaban punto por punto su descripción.

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Naumaquia en la película ‘Gladiator II’ de Ridley Scott.

Hemos dejado un tiempo prudencial desde el estreno del regreso de Ridley Scott a la Roma del pan y circo por respeto a Sábato y para que los espectadores se formen su propia opinión, pero a estas alturas a nadie sorprenderá leer que lo de los monos, el rinoceronte y los tiburones es un delirio. Capítulo aparte merecerían las batallas navales, pero lo que dijo Carlos Joric en Historia y vida sobre este aspecto es insuperable.

La Gladiator del año 2000 también tenía excesos, aunque a un canal de gastronomía como este le subyuga la honestidad de un momento que para muchos pasaría inadvertido, cuando el personaje que interpreta Russell Crowe teme que lo intenten envenenar. Un compañero de fatigas con aspecto de culturista le quita entonces la escudilla de las manos para hacer de catador. Lo que había en aquel plato de madera parecían unas gachas…

Si en efecto eran gachas (de legumbres o, mejor aún, de cebada), podría haber en esa escena más verdad que en casi toda la película y en su secuela del 2024 (digna de “un Cecil B. DeMille con esteroides”, como la ha calificado Denzel Washington). De hecho, a los gladiadores se les conocía como hordearii, es decir, los que comen cebada. El trigo y la cebada, más fácil de cultivar, tuvieron una importancia capital en Grecia y Roma.

Los romanos hacían un pan de cebada con forma de torta plana que sin duda formaba parte del menú de los gladiadores, junto a las gachas, que también podían ser de trigo o incluso una papilla de lentejas. La clave del éxito del plato, que podía ser la base de sus tres comidas diarias, radicaba en que la carne era un lujo para la época y en la facilidad de la receta: la cebada (o un producto sustituto) se molía, se hervía... y a la mesa.

Mejor legumbres donde hay amor que  buey cebado donde hay odio”

Proverbios 15: 17Del Antiguo Testamento

La  proteína animal no estaba al alcance de todo el mundo. Ya lo explica la Biblia: verduras y frutas componían la dieta habitual. Sacrificar un buey o un cordero implicaba mucho producto fresco que se estropearía pronto. Quienes se podían permitir el banquete (en Judea o en Roma) elegían días muy señalados, como cuando regresa el hijo pródigo y su padre pide a los criados: “Matad el becerro gordo, comamos y hagamos fiesta”.

Un símbolo refleja la importancia de los cereales en la vida de griegos y romanos: la acuñación de monedas con espigas de trigo y cebada, como hizo la ciudad griega de Metaponto (véase imagen de abajo, uno de los tesoros del Museo Arqueológico Nacional, en la calle Serrano, 13, Madrid). La espiga de la moneda de la foto parece ser de cebada (Hordeum vulgare), el cereal que más consumían los pueblos del Mediterráneo.

Monedas de Metaponto con una espiga de cebada

Monedas de Metaponto con una espiga de cebada 

MAN

Más barato que el trigo, la cebada era indispensable para la clase baja (la misma a la que pertenecían los gladiadores, en absoluto deportistas de élite: la inmensa mayoría eran esclavos, y algunas esclavas, aunque un puñado de hombres libres e incluso nobles también eligieron la arena por necesidad o reconocimiento). La escasez de cereales, sobre todo de cebada, provocaba hambrunas y revueltas sociales, la pesadilla de los emperadores.

Para evitar la ira popular, el poder romano tenía dos opciones: el reparto de grano y los munera gladiatoria o los combates de gladiadores para distraer al pueblo de necesidades más acuciantes, es decir, la máxima del panem et circenses (pan y espectáculos) que se atribuye al poetas Juvenal. Una de estas entregas de comida aparece en los sestercios del reinado de un tal Lucio Domicio Enobarbo, el magnánimo Nerón.

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Detalle del 'Mosaico de los gladiadores', siglo IV d. C. 

DP

Una pareja de científicos, Fabian Kanz, de la Universidad de Viena, y Sandra Lösch, de la Universidad de Berna, realizaron hace diez años un importante hallazgo en un cementerio muy particular de Éfeso, una antigua ciudad de la región central del Egeo de Turquía, cerca de la Selçuk contemporánea, en un importante enclave comercial del imperio romano. Los 22 restos humanos hallados eran de hordearii, muertos en la arena.

Solo dos esqueletos revelaron una ingesta notable de proteína animal. Los demás consumieron cereales y legumbres, y muy poca carne y lácteos. ¿Son concluyentes estos resultados para extrapolarlos a cualquier otra escuela de gladiadores o ludus?  No, nuestra única certeza es que los desgraciados condenados a matar o morir difícilmente tendrían los músculos que han popularizado las artes y el cine. Su dieta no se lo permitiría.

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