Más allá de las termas y las vistas de postal, Hungría guarda un tesoro poco explorado: su cocina. Sus platos tradicionales –goulash, lángos, pörkölt, paprikás– son contundentes y aromáticos, pensados para saciar el hambre para todo el día. Y no hay mejor lugar para empezar el viaje gastronómico que Budapest, una ciudad aún no desbordada de turistas y llena de monumentos históricos que mezclan lo barroco con lo austero.
Con tantos restaurantes de cocina tradicional en cada esquina, lo primero es decantarse por un tipo de cocina y ambiente, porque en Budapest, distintos carteles esconden una promesa distinta. Un étterem es lo más parecido a un restaurante tradicional: carta amplia, platos variados, ambiente más formal. El vendéglő, o su versión más casera, el kisvendéglő, es más pequeño y familiar, sirve platos regionales a buen precio. Luego están los étkezde o kifőzde – tavernas, tal como las entendemos– con menús sencillos y muchas veces barra para comer rápido. Y por último, una csárda, un asador típico.
Lo más histórico
A un paso de la Plaza de los Héroes, donde las esculturas narran la historia de Hungría, los salones de Gundel Étterem guardan el eco de las tertulias que marcaron una época. Inaugurado en 1894 como Wampetics Restaurant y rebautizado por Károly Gundel, fue durante décadas el punto de encuentro de políticos, empresarios, artistas y poetas. El siglo XX trajo cambios difíciles para el país, y en 1949 el restaurante fue nacionalizado por el gobierno socialista, y una gran parte de su diseño y estructura inicial se perdió.
Tuvieron que pasar más de cuatro décadas para que George Lang y Ronald Lauder adquirieran el restaurante y le devolvieran su esplendor original. Ahora, en sus salones vuelve a sonar música nacional húngara y los camareros, vestidos con uniformes perfectamente planchados, sirven sin parar manjares de la gastronomía local. Por el Gundel Étterem han pasado el famoso director de cine István Szabó, Madonna, Arnold Schwarzenegger, George Bush, la reina Beatriz de los Países Bajos, Isabel II, Juan Carlos I…

Una crepe creada por el fundador Károly Gundel hace más de un siglo
Uno de los platos más reclamados del restaurante es su postre Gundel palacsinta, una crepe creada por el fundador Károly Gundel hace más de un siglo. Esta delicia, ligeramente gratinada y, para quienes lo deseen, flambeada en el momento, se rellena con una mezcla exquisita de ron, pasas, ralladura de limón y nueces y se sirve con una salsa de chocolate.
Experiencia autóctona
Cuanto más te alejas del Bastión de los Pescadores y la colina Gellért, más serenidad se respira. Aunque solo queda al otro lado del puente, Buda te recibe no como a un turista más, sino como a un invitado muy esperado. Aquí, en la sala de Szatyor Bár, el húngaro es el idioma de fondo. Egészségedre –equivalente a nuestro “¡Salud!”– acompaña cada brindis. El interior de Szatyor parece una galería con un bólido suspendido del techo, una pared repleta de figuras atrapadas en un árbol entre flores y criaturas mágicas y plantas que abrazan el balcón. Sirven tanto clásicos húngaros como platos internacionales, acompañados de vinos y cervezas de fabricación nacional.
En el local vecino –el histórico Hadik Coffee House– se reunían escritores y periodistas famosos como Karinthy, Móricz y Kosztolányi. Desde su apertura en 1911, este lugar ha presenciado tanto tertulias políticas como creación de poemas. Ahora, sus nombres se homenajean en la carta de cócteles de Szatyor, acompañados de algunos de los versos más conocidos de sus autores.

Sirven tanto clásicos húngaros como platos internacionales, acompañados de vinos y cervezas de fabricación nacional
Puede ser un tentempié para compartir antes de salir de fiesta o incluso un plato completo que te deje satisfecho durante horas. El lángos es una bomba calórica: una masa esponjosa frita, crujiente por fuera y suave por dentro, cubierta con ajo picado, crema agria y queso rallado. No deja indiferente a nadie: o lo amas o lo dejas para los más atrevidos. Esta delicia callejera la encontrarás en sitios que se han hecho virales como Krumplis Lángos, ubicado estratégicamente en pleno centro de Budapest, cerca de la Universidad Corvinus o en Retro Lángos, un lugar donde juegan con los ingredientes y reinventan la receta clásica para todos los gustos.
Pero hay un lugar más, casi secreto, que aún no ha conquistado las redes, pero sí a los húngaros. Si alguna vez te encuentras esperando el autobús nocturno o paseas cerca de la Basílica de San Esteban, descubre Eat a Lángos, un pequeño quiosco escondido tras un arco. Es discreto, sin pretensiones, con solo un par de mesas y unas pocas opciones en el menú, pero es precisamente lo que buscas cuando piensas en un lángos auténtico.

El lángos es una bomba calórica: una masa esponjosa frita, crujiente por fuera y suave por dentro, cubierta con ajo picado, crema agria y queso rallado
La vida nocturna
Al caer la noche, cuando se encienden las farolas y los rótulos de neón de los bares en ruina, Budapest cambia la cara. Donde ahora se encuentran estos bares, antes fue un gueto, con miles de judíos confinados antes de ser deportados durante la ocupación nazi y el régimen colaboracionista húngaro. El distrito VII, el corazón de este antiguo gueto, quedó abandonado durante décadas, cargado de recuerdos de una comunidad rota y los fantasmas del pasado.
Nadie se atrevía a invertir en una zona marcada por el deterioro. Hasta que un grupo de jóvenes creativos fundó Szimpla Kert, el pionero de los ruin bars, en una antigua fábrica de estufas. Cada sala sorprende con detalles inesperados: pantallas colgadas del techo, bañeras convertidas en sofás, robots dentro de cabinas telefónicas. En sus paredes apenas queda un hueco libre: están cubiertas de inscripciones a rotulador, nombres grabados y pegatinas.

Szimpla Kert, un 'ruin bar' muy popular del barrio judío de Budapest
La idea inicial era que los ruin bars fueran lugares accesibles, con precios bajos para que los jóvenes celebraran fiestas, pero años después los bares más famosos como Szimpla Kert, Csendes Vintage, Púder Bárszínház, Morrison’s 2 ya se han adaptado a las nuevas reglas del mercado. Aunque el pálinka –un aguardiente húngaro y un trago casi obligatorio– va por libre y no juega según las mismas reglas.
De postres
Cuando se trata del origen del pastel enrollado más famoso de Europa Central que a menudo disfrutamos en los mercados navideños, tanto los húngaros como los checos lo reclaman como propio. Para los primeros es el kürtőskalács, para los segundos, el trdelník. La receta base es la misma: una masa dulce que se enrolla alrededor de unos cilindros y se hornea lentamente sobre brasas o carbón hasta adquirir una corteza crujiente por fuera y una textura esponjosa por dentro. Tradicionalmente se espolvorea con azúcar, nueces o canela, aunque hoy en día también se puede encontrar relleno de nata montada, helado o Nutella.

El 'kürtőskalács' se prepara siempre delante del consumidor, ya sea en pequeños quioscos callejeros o en locales especializados
El kürtőskalács se prepara siempre delante del consumidor, ya sea en pequeños quioscos callejeros o en locales especializados. Uno de ellos es Molnár’s Kürtőskalács, que ofrece versiones pequeñas pensadas para no empalagar. Y si prefieres una opción vegana o menos tradicional, Pichler es un local modesto que experimenta con ingredientes y rellenos sin alejarse del sabor original.
Pero cuidado, después de tanto dulce, el cuerpo pide un café. Y si quieres cerrar tu ruta gastronómica con un toque de lujo, pásate por el New York Café, nombrado el café más bonito del mundo por U City Guide en 2011. Más que una cafetería, es una experiencia visual: techos dorados, lámparas de araña y columnas talladas que te hacen sentir dentro de un palacio. No vengas con hambre de comer, sino con el de mirar, de escuchar música en vivo y disfrutar del aire de la gran Budapest de antaño.

El New York Café, nombrado el café más bonito del mundo por U City Guide en 2011
Si el New York Café te abruma con sus dorados, asómate por el Párisi Passage, su hermana discreta, más sosegada pero igualmente elegante, donde todavía no hay colas largas ni ruido excesivo. Con una taza de café en las manos, en ese rincón digno de Wes Anderson, te despides de Budapest, pero te quedan migas de kürtőskalács en la ropa, una melodía de piano en la cabeza y unos saquitos de páprika del mercado local.