La bragueta es esa abertura de los pantalones que, con botones o cremallera, da igual, muchos hombres olvidan de cerrar, ya sea por las prisas, los estragos de la edad o la creación de expectativas publicitarias, como si la bragueta fuese la promoción del último disco de Rosalía.
Al igual que los toreros, la mayoría de los hombres tienen bragueta, solo que mientras para los primeros tenerla es sinónimo de excelencia, para el resto es fuente de alegrías y disgustos porque el pajarito es muy suyo y unas veces trina y otras suelta graznidos.
A las cosas: la bragueta domina el panorama político y la vida académica de la Universitat de Barcelona (UB) a la vista de las denuncias, los protocolos –no confundir con las escopetas de feria, que también fallan lo suyo– y las dimisiones precipitadas.
La bragueta está dando mala vida a la progresía por mucho que abracen la igualdad
La novedad es que no hablamos de la bragueta de un banderillero del Puerto de Santa María, sino de hombres de izquierdas con mando en plaza cuyos valores en cuestión de feminismo les permitían impartir lecciones, ganar votos y sentar cátedra, cosa que han hecho mucho –¡y con qué arrogancia!–.
La bragueta está dando mala vida a la progresía. Se diría que la pierde, como a los reaccionarios, pero con el agravante de la hipocresía y el afán del bien quedar, deporte nacional en boga.
La práctica del feminismo es un defecto de algunos hombres que van de progresistas como el que utiliza el My way en un karaoke para llevarse a la cama a alguna despistada o a la que simplemente ya le está bien (señoras, mi consejo: desconfíen de los románticos del My way). Lo sorprendente es que algunos de estos señores, acaso señorones, hayan engañado a tantas feministas con la táctica del varón comprensivo, ese pedazo de hombre que se alinea con las causas justas y le gustan las señoras como al que más.
Las lecciones de moral son como la bragueta: donde las dan las toman y donde sale el pajarito entra. Quizás se trate de excepciones –bueno, no está mal la de casos–, pero tiene su guasa tanto compañero de viaje más falso que un duro sevillano. Lo cual no quita que en las democracias exista el derecho a la presunción de inocencia.
