París: una habitación diminuta con vistas a un patio ciego que tiene encanto porque es esta ciudad y no otra, dos calles que se unen en un ángulo imposible y bello, un par de maniquíes que se abrazan como si lo sintieran en el escaparate de una tienda de moda. Mientras las fachadas segregan nostalgia, en sus restaurantes no hay más que presente.
Viajar sola a la ciudad del amor te condena por desacato a comer en las barras. No hay mesas para uno. A quién se le ocurre. En Le Servan, el bistró de las hermanas Levha, francesas de raíces filipinas, me acomodan sobre un taburete relativamente cómodo y me deslizan una carta escueta.
A escasos milímetros de mi brazo izquierdo, una pareja charla pausadamente frente a un plato de mollejas que van degustando de a poco. A mi derecha, dos jóvenes descamisados saludan con excesivo furor y en inglés a las camareras, comentan con ellas el día, el ambiente, el andamio que se abraza hoy al edificio, las servilletas y hasta el agua que les sirven. “La próxima vez tendríamos que venir súper puestos y pedir todo el menú”, le escucho decir al más próximo a mí. Había dado por hecho que ya lo estaban.
El comedor lo ocupan jubilados de vacaciones, grupos de amigos, parisinos de descanso que sí han podido desplegar sus codos en una mesa. Suena a sábado porque lo es. Cuando llegan mis sardinas me alegro de estar sola. Están prácticamente crudas y dispuestas en fila, como un batallón plateado sobre un cuadrilátero de brioche que, tostado con tino, supura una mantequilla de pimentón ahumado. Es un bocado jugoso, una delicia de esas que me vuelven huraña.

Le Servan, el bistró de las hermanas Levha, en París
“¿No están escandalosamente buenas?”. El tipo de al lado interrumpe mi último bocado, el que da inicio al luto. Le respondo afirmativamente y le doy un sorbo a un champán natural que no me convence. Tras la barra, el equipo no descansa. Trabajan con una naturalidad que a veces resulta impostada. Sirven copas de vino como si fuera agua. Son tan jóvenes que duele y nosotros, como diría aquel, parecemos contingentes. Quizá solo son franceses.
Salen mis fresquísimos espárragos, y tras ellos, un crudo de vieiras con chile crujiente y crema agria sobre una torre de patata laminada milimétricamente. Un juego de texturas sabroso y casi obsceno. De nuevo, me regocijo en la idea de que sea todo para mí.
Los wow! de mis vecinos de barra siguen dominando mi campo auditivo. Me avasallan. “Tienes que pedirte estos wonton. Siempre los pedimos. ¿No es increíble que lleve diez años viviendo en París?”, me pregunta. Le diría que no. Sin embargo, asiento con media sonrisa. ¿Es estar sola en esta y en cualquier otra barra una invitación a que te hagan compañía? No es la primera vez que me ocurre. En una barra japonesa de Madrid dos ejecutivos me invitaron a sentarme con ellos; en el bar de un hotel barcelonés hicieron lo propio. Saco del bolso los diarios de Chirbes como si fueran trinchera. Chirbes también es París, uno más silencioso.

Sardinas servidas sobre un brioche
En el lado calmo de la barra, el de mi izquierda, ella, la Rebecca Pidgeon de Mamet, se excusa y se dirige al servicio. Él —rubio, reloj grandilocuente— la sigue con la mirada y después sus ojos se vacían a través de mí. Cuando Rebecca vuelve del baño, se despide. “Gracias por compartir el plato”, le dice en un inglés que no es el suyo. Él se roza los labios con el dedo índice, le devuelve el agradecimiento. Ella desaparece en un París primaveral.
No eran dos: eran uno más uno. No ir acompañado no solo te relega a una barra: también a perderte todo lo que una cocina puede ofrecer. No existe un joie de vivre en medias raciones.
Entre exclamaciones, interrupciones, unos raviolis rellenos de espinacas en beurre blanc sobre los que me acostaría si mis vecinos de barra me dejaran dormir, me pregunto si volverán a verse. Supongo que él también. Ambos sabemos que no, que eso solo ocurre en las películas. Paga sin decir palabra y sale a una ciudad aún más melancólica.
Ha quedado el gesto, tan doméstico como romántico, de compartir un plato entre desconocidos. La memoria compartida. A eso nunca me han invitado. Yo lo he querido todo para mí; hasta la barra. “Estoy sola cuando me elijo a mí misma”, escribió la gran MFK Fisher. Y, entonces, Chirbes: “En la comida, lo público se introduce sigilosa o convulsamente en lo más íntimo”. En Le Servan lo ha hecho de las dos formas, la primera a la izquierda, la segunda a la derecha. Y cuando llega el postre, ahora sí, soy yo la que segrega nostalgia.