Parece un huevo cocido, pero no lo es. También podría ser una perla, un juguete, la luna. Cuando el filo del tenedor atraviesa la clara, finísima, fluye un caldo de gallina gelatinoso que envuelve una yema ligeramente curada en soja. Acabo de presenciar un nacimiento, la reencarnación misma del ave.
— Vaciamos la cáscara y la usamos de molde para que el caldo con gelatina y la yema curada dentro tome la forma del huevo al enfriarse. La clara la conseguimos con tres baños de una crema de espárragos con otro gelificante. Al templarse, el interior comienza a deshacerse y así conseguimos que al abrirlo parezca un huevo poché.
En muchos restaurantes los camareros son el compañero aguafiestas que te desvela que los Reyes Magos no existen. Hacen su trabajo, pero en el plato ya no hay magia: hay truco. Al menos, en este caso, queda la sombra sápida de la gallina en el paladar y el juego existencialista —qué fue antes, el huevo o la gallina— perdura. Y maldita sea, está cojonudo.
Por el comedor de Deessa de Quique Dacosta, en el hotel Ritz de Madrid, se extiende un reguero pulcro. Hay pan en el techo, pero de oro; hay sal en las paredes, pero en forma de esculturas. Si en Dénia (Alicante) el restaurante y casa madre del chef está cubierto de lienzos desnudos, este es un ajuar que llama a una aristocracia que hoy ya no se mide por títulos nobiliarios.

La gamba roja de Dénia, en Deessa, del Mandarin Oriental Ritz
Antes, un aperitivo en la barra de entrada en la que nos comemos los pétalos de una rosa y un cóctel de champán —por supuesto, dorado— de la mano de un imperturbable jefe de cocina que bien podría ser el sheriff de un condado fronterizo. Los pétalos no son pétalos, sino manzana osmotizada en licor de la misma fruta y agua de rosas. El del trampantojo es un juego celebrado cuyas reglas han perfeccionado los cocineros europeos a través de la técnica, pero que aún sigue teniendo un componente difícilmente reproducible de manera artificial: el sentido del humor. En Deessa, sencillamente, no lo hay.
La razón es que la retórica tiene un anclaje incluso en la gastronomía, y el de Dacosta, todos lo sabemos, es la belleza. Sus platos son dispositivos serios, poéticos y hermosos. Sin embargo, como dispositivos, obedecen a una función encubierta que va más allá de la de saciar una necesidad fisiológica. Todo aquí —cada cubierto, la vajilla, los emplatados, la luz, el gesto de la sala, esa servilleta y aquel jarrón, “¿has visto aquel jarrón?”— está pensado para el ensimismamiento.
De hecho, aquí nadie habla: miran. Un matrimonio engalanado cruza sus perfiles en silencio; dos chicas jóvenes de origen indio sacan fotografías con sus móviles de última generación de los que cuelgan cadenitas con abalorios; cuatro ejecutivos, corbata al cuello y menú del día a 240 €, siguen la coreografía del equipo de sala, el recorrido de un carro dorado que se detiene cada cierto tiempo en las mesas con las tripas llenas de caviar. Parece que si alguien hablara, la escena se detendría.

Otro de los platos de Dénia
También la coreografía del equipo de sala disuade la conversación. Los pases levitan hasta posarse ante cada comensal, quien sonríe al ver la estampa en el plato —hay quien no lo hace y entonces desvela que la costumbre del lujo es un agente inmunizador—. Llegan: una gloriosa quisquilla en salsa de kéfir, guisantes lágrima con angulas como joyitas surrealistas; llegan: su clásica gamba roja de Dénia, un rodaballo al jerez con una espina de papel; llega: un arroz de la albufera que es ese abrazo que recibes justo cuando te sientes fuera de lugar en una fiesta que no es la tuya. Como esta. Somos turistas en el lujo.
“Cocinar belleza” es el lema de Quique Dacosta. Siempre he considerado que rozaba lo pretencioso, además de parecerme una forma de apropiación, de arrebatarnos algo que nos pertenece a todos, como cortar una flor de un jardín público para colocarla en tu mesilla de noche. Aquí toman lo bello y lo cocinan en sus ollas y lo colocan en sus platos y lo sirven en un comedor accesible solo para unos pocos. Personas afortunadas que, para colmo, ni siquiera sonríen.

Quisquilla en salsa de kéfir de Dénia
La cocina es bella. Lo es un menú del día, un plato improvisado en casa, un pintxo en las calles de San Sebastián, una tapa hecha con cariño en cualquier taberna andaluza; el bizcocho que hace mi hijo de aquella manera. Sin embargo, qué placer poder vivir también esto, poder ser testigo —infiltrada— de esta otra belleza innegable y que, además, es honda, elegante, sabrosa. Y reír a carcajadas.
El sol entra por los ventanales. Madrid no. Deessa, el Ritz, componen una burbuja en la que solo estamos de paso —y por eso andamos de puntillas—. Podría jurar que la ciudad sigue ahí fuera, más allá de nosotros, de este comedor de sal y oro y del jardín que lo rodea, con sus furgonetas de reparto y sus lecciones y ese perro (con el que nos cruzaremos cuando la burbuja estalle y salgamos despedidos de aquí) que mea cada tarde en la misma esquina.