En defensa de la verdura

Opinión

Si una sardina puede tener el mismo valor que una langosta —o que el caviar, el producto varía según la versión de la frase, atribuida a Ferran Adrià y que forma parte ya del imaginario popular de la cocina contemporánea— ¿Cuánto podría valer una acelga?

La alta cocina ha dado pasos de gigante para dar el valor que le corresponde a algunos productos, al margen de su precio en el mercado. Arroces, pescados y mariscos humildes, piezas de casquería o cortes cárnicos de segunda han engrosado el repertorio de restaurantes en las últimas décadas de un modo inédito. Ha sido así como carrilleras de cerdos, las sardinas mencionadas más arriba o jureles, por citar solamente tres ejemplos, han ido ganando presencia.

Desde ahí han ido permeando capas más cotidianas de la oferta gastronómica, hasta el punto de que hoy cualquiera de esos productos, que, por otro lado, resultan también más convenientes en cuestión de costes, aparece en la oferta de bares, casas de comidas y restaurantes de barrio de todo tipo y en todas las gamas de precio.

Las verduras, sin embargo, han sido las grandes olvidadas en este proceso. Es cierto que algunas, como alcachofas o espárragos, gozan de ese mismo estatus, pero es verdad también que siguen siendo excepciones en un reino, el vegetal, que no acaba de ganar el protagonismo que debería tener y que, además, son verduras que disfrutan de esa aura de producto noble desde hace décadas y cuyo prestigio, por lo tanto, viene de antes de este fenómeno.

Es verdad, también, que en ese sentido, en la reivindicación del valor de la verdura, hay cocineros que hacen un trabajo notable desde hace tiempo, tal como ocurre con Rodrigo de la Calle, con Xavier Pellicer o con Javier Olleros, como hay regiones en las que la presencia vegetal en carta tiende a ser mayor que en otras, pero siguen siendo excepciones en un mundo, el de la cocina de restaurante, regido salvo en los casos en los que se opta por un enfoque vegetariano, por la proteína animal.

La ensalada de alcachofas confitadas

Ensalada de alcachofas confitadas

Mané Espinosa

Hoy sabemos que en el mundo occidental, y en España en particular, se consume más carne que nunca antes, que ese incremento es reciente y no ha cesado aún. Sabemos, también, lo que esto implica en cuanto a emisiones, consumo de agua, contaminación de acuíferos o bienestar animal, del mismo modo que sabemos que el día que países en vías de desarrollo se sumen a esta tendencia, como ha ocurrido ya con China, y lo hagan de manera plena nos enfrentaremos a problemas de producción, costes y abastecimiento con los que, por el momento, preferimos mirar para otro lado.

Presumimos de ser la huerta de Europa —aunque otro día, quizás, debamos hablar de qué implica eso en cuanto a gestión de recursos hídricos y condiciones laborales— y contamos con un ecosistema que nos permite disponer de verduras mediterráneas y atlánticas, de montaña y de ribera de una manera casi inmediata. Conocemos, además, la evidencia científica que indica sin lugar a dudas que una alimentación basada fundamentalmente en vegetales es más saludable.

Atravesamos una época marcada por la subida de precio de la inmensa mayoría de las carnes, pescados y mariscos y el agotamiento de algunos caladeros, cuestiones que hacen peligrar el futuro de especies y hábitats para convertirse en un motivo más, en uno de peso, para que nos replanteemos la cuestión.

No nos cansamos de reivindicar una cocina tradicional en la que el consumo de proteína de origen animal era mucho menor que en la actualidad. Había recetas, sí. Muchas, además, pero su consumo era, con frecuencia, puntual. Y, sin embargo, las cartas de restaurante siguen mayoritariamente sin atar esos cabos y los menús, incluso muchos de los que se basan en verduras, legumbres y cereales, terminan casi por defecto con un plato de pescado y otro de carne.

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Contamos con una variedad pasmosa de verduras autóctonas, de cereales tradicionales, de variedades de legumbres que con frecuencia se circunscriben a una comarca, a veces a una localidad o a un valle y que son el material base sobre el que construir una oferta gastronómica enraizada en lo local, más sostenible y más saludable. Tenemos también un recetario tradicional inmenso en el que inspirarnos.

Nos falta, quizás, deshacernos de prejuicios, dejar atrás asociaciones de determinados productos con épocas de escasez, abandonar la necesidad de que los restaurantes tengan que poner foie en las lentejas, caviar en las borrajas o langostinos con las acelgas para venderlos mejor.

La alta cocina, la fórmula imperante en la oferta de la inmensa mayoría de los restaurantes que conocemos —no me gusta nada ese calificativo, pero lo uso a falta de uno mejor— como gastronómicos, es excesiva. Por lo general supone un desfase de calorías, grasas, azúcares y sal que no resulta beneficioso en absoluto. Es cierto que son lugares en los que tendemos a suspender la realidad y en los que solemos olvidarnos de cuestiones nutricionales o dietéticas en beneficio del placer, entre otras cosas porque solíamos ir a ellos muy de vez en cuando. Pero es verdad, también, que cada vez más gente los visita con más frecuencia, hasta el punto de que, si no lo hace el cliente, quizás quien está al mando de la cocina debiese tener en consideración, al menos en parte, esas cuestiones.

Los restaurantes y los cocineros ocupan hoy en nuestra cultura un papel que no habían ocupado nunca antes, tienen una presencia y una capacidad de prescripción evidente. No hay más que ver la cantidad de horas de televisión, de páginas impresas y de campañas publicitarias que protagonizan, en una tendencia que sin duda ha ayudado a dignificar la profesión. No sería descabellado, pienso, esperar que esa popularidad se ejerciese, al menos en algunos casos, al menos en algunas ocasiones, desde una cierta responsabilidad en esta cuestión, que tomase partido por una alimentación más equilibrada, más verde; que dignificase acelgas, escarolas o berzas como lo hizo antes con ortiguillas, caballas o mollejas. O como lo hace, de vez en cuando, con hamburguesas de grandes cadenas.

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Acelgas, trufa de verano y curry verde, un plato del restaurante Glug

Àlex Garcia

Habrá quien me diga que quizás los clientes no valoran tanto esos productos. Habrá a quien le replique, entonces, que tampoco valoraba tendones de ternera o callos de bacalao y que ahí, están, sin que suponga ningún problema, en docenas de menús cada día. Habrá quien argumente que es más complicado hacer sabrosos o atractivos esos ingredientes, a lo que contestaré que en muchos casos no lo creo y que, en otros, para eso está la cocina, ¿no?

Creo en una cocina consciente de su entorno, de lo que implica su trabajo y de su capacidad para transformar la sociedad. Por eso creo que el futuro tiene que pasar, necesariamente, por restaurantes con una propuesta más verde. Lo que ocurre es que el futuro me está tardando en llegar.

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