Fernando Sáenz y Angelines González lo entendieron bien cuando pensaron helados como el del sombra de higuera o el que bautizaron como paseo de verano, iconos ya de la cocina helada española contemporánea que justifican más que de sobra un desvío para acercarse a Logroño. Supieron ver que el contexto lo es todo, ese contexto que evocamos a través de los aromas en los que residen el recuerdo y las sensaciones a las que no nos cansamos de regresar.
El verano, gastronómicamente hablando, es pescados azules, es tomates maduros, barbacoas, platos fríos. Pero es, sobre todo, una oportunidad. Una oportunidad de regresar a un ritmo al que nos vemos obligados a renunciar el resto del año, pero también de sacar la cocina de la sala del restaurante para llevarla a lugares que quedan marcados en nuestra memoria mediante un aroma.
Una sardina es una sardina. Y si es buena es, además, un privilegio. Pero una sardina asada cerca del mar, con el aire cargado de salitre y la promesa de una sobremesa a la sombra, es mucho más que una sardina. Para mí es la gota de grasa, fundida por el calor, que se escurre y cae sobre el rescoldo; ese aroma acre, a humo y pescado, a grasa, sal y calor que cuesta tanto replicar en una cocina.
Un tomate de plena temporada es uno de esos lujos que, con suerte, podemos concedernos unas pocas semanas al año, pero si además es el olor verde e inconfundible de la hoja de tomatera caliente, del tallo partido al desprender el fruto de la mata, el aroma tibio de la tierra recién regada a sus pies, es mucho más que un tomate.

Gastronomía en verano
La cocina es el producto, la técnica que se le aplica y la fórmula mediante la que se elabora, pero desde mi punto de vista es también, y sobre todo, ese alrededor que envuelve al plato. Es el cómo, claro, pero es sobre todo el dónde y el con quién. Y el verano, esta temporada en la que -qué duro que haya que apostillar esto- si tenemos suerte podemos bajar una marcha durante unos días, quizás volver a lugares en los que fuimos felices, descubrir otros en los que esperamos serlo y olvidarnos por un tiempo de las rutinas, de las obligaciones y de los sinsabores cotidianos, es el territorio perfecto para que ese contexto quede anclado a sabores y olores que rememoraremos más adelante.
El aroma punzante de un escabeche o de un aliño acompañado, quizás, del olor resinoso de un pinar cerca del mar; la albariza húmeda en la penumbra fresca de una bodega en Jerez. Un vaso de gazpacho buscando la sombra en un patio cargado del aroma de los geranios al sol, una sobremesa sin prisa, de café y sombra de parra. Quizás, después, una siesta.
El café, de cafetera italiana y en taza Duralex, aún de mañana, cuando la sombra todavía refresca y el sol va calentando por primera vez en el día una hierba que quizás aún esté cargada de rocío.
Se ha hablado mucho de la capacidad evocadora de los aromas, de cómo lo que recordamos de un plato es, fundamentalmente, cómo huele. Se ha teorizado también sobre los aromas de la sala, que predisponen e invitan: la lencería recién planchada, unas flores frescas, las maderas nobles, el toque justo de un perfume no demasiado invasivo. Pero la capacidad de transportarnos que tienen los estímulos olfativos es tal que incluso aquellos que, en principio, no son positivos pueden llevarnos a memorias gastronómicas grabadas en nuestro recuerdo para siempre.
A mí me ocurre con el olor a frito de los paseos marítimos y de las terrazas a la orilla del mar. No siempre habla de aceites limpios, cambiados con la frecuencia deseable, pero me lleva automáticamente a una ración de calamares, al anochecer y a la brisa marina de la costa gallega de mi infancia, del mismo modo que, por una interesante concatenación de recuerdos, el gasoil de un motor me transporta al barco de mi abuelo, a la pesca compartida y a los pescados a la brasa al volver a la orilla. A veces, llenando el depósito de mi coche en cualquier gasolinera de polígono industrial, quizás a 400 kilómetros del mar, tal vez en febrero, quizás bajo la lluvia, una vaharada de combustible llega desde el surtidor vecino y, de pronto, estoy allí, preparando la parrilla para asar la captura del día.
El olor intenso y vivo de una lonja de bajura al anochecer; la tierra removida al recoger al final de la tarde unas remolachas para la ensalada de la cena, las manzanas ya caídas, empezando a pudrirse entre la hierba, anunciando el final de la temporada. La mesa de plástico esperando la tortilla de patatas, recién hecha. el bocadillo de filete empanado -tal vez, incluso, con el añadido del olor característico del pan del día anterior- en las excursiones del colegio. Una nécora aún tibia y un vino blanco arropados por el aroma de la marea baja. Una almeja al natural, recién abierta, cargada de mar. Un bocado cualquiera a la sombra exigua de una chopera junto a un trigal recién segado.
Los restaurantes han tratado de recrear esas sensaciones a través de ahumadores, campanas con aromas, vaporizadores, hierbas o especias prendidas en la sala, al traer el plato a la mesa. Y lo han hecho, con frecuencia, con resultados realmente interesantes, jugando en ocasiones a devolvernos esos recuerdos, quizás, a veces, a despistarnos, a provocar una evocación contradictoria con lo que se va a probar y abriendo, con ello, un campo de exploración interesante y cargado de posibilidades.
El verano, sin embargo, suma a todo esto una sensación de libertad, de retorno, de pies sobre el terreno que convierte esos aromas en algo más; añade la posibilidad de acercarse a los productores y al producto de una manera más directa, de recorrer sin prisa el mercado; de recuperar, a veces, el placer de cocinar por el placer de hacerlo, con tiempo, sin obligaciones. Cosas que van convirtiendo a los aromas correspondientes en mucho más que simples olores.
El verano, para mí, es el aroma de las frutas del final de temporada, que anuncian que el fresco, por fin, empieza a ser algo más que un deseo y que la rutina, probablemente, está también a la vuelta de la esquina; olores que son, en cierta medida, una despedida con un punto agridulce, que encierran en su intensidad un punto y aparte: la temporada que se acaba, la fruta que madura y cae al suelo, las primeras hojas que se van secando, la humedad, aquí, en el noroeste, que vuelve a hacer acto de presencia con fuerza. Las uvas maduras, la higueras cargadas, los pimientos asados al fuego, la sensación de quemarme los dedos al pelarlos, con cuidado de que no se pierdan los jugos en los que descansa un poco de ajo; el hilo de aceite de oliva desprendiendo su aroma verde al contacto con la hortaliza aún caliente. El aroma de un lugar al que volver.