La sobrasada es dios
Opinión
Xesc Reina, chamán mayor del culto pagano de la sobrasada mallorquina, me regaló el privilegio de escribir uno de los prólogos a su libro Porca miseria: Los oficios de la carne, biblia imprescindible del más cotidiano de los pecados capitales:
De ese texto, y de mis experiencias alteradas de conciencia provocadas por el consumo a menudo excesivo de la sustancia pastosa y rojiza, he extraído algunas conclusiones.
Cada agosto me transformo en habitante de la isla desierta que el cartógrafo del espíritu Joan Miquel Oliver describe minuciosamente en sus estudios sobre los interiores intangibles del cuerpo humano.
Xesc Reina, también cartógrafo, también minucioso, ha elegido en cambio, como campo de estudio, la oscura interioridad física de animales sagrados, es decir, de aquellas bestias que comparten con el humano la posesión de un alma que anhela la inmortalidad.
Xesc (cuyo apellido nos remite a la divinidad fundacional de las culturas matriarcales, de las que todo surge y a las que todo regresará) pretende la momificación de seres que merecen trascendencia.
Sobrasada
No lo he hablado con él, porque estas cosas no hace falta hablarlas, pero no tengo la menor duda de que Xesc en lo que cree es en la resurrección de la carne y en la vida más allá de la muerte.
Para demostrarlo alarga la existencia terrenal de seres sacrificados, consiguiendo que su esencia vital se transforme en alimento físico y espiritual, y devenga por tanto hez que abona la tierra, e inspiración divina que alimenta almas mortales.
De entre todas las bestias que fatigan el mundo sólo una de ellas, que sepamos, reúne en sí misma la composición física y química completa del universo conocido: el porc negre mallorquí, que habita principalmente el sur amarillo y punzante de la isla mayor.
Xesc llegó a la isla atraído, conscientemente o no, por la existencia de este animal portentoso.
Acostumbrado a la búsqueda infructuosa de estadios superiores de vida que perpetuar en las entrañas de todo tipo de bestias comunes, el encuentro con la extraña perfección del cerdo insular le devolvió la fe en su empeño.
La llegada a la isla del tesoro le enfrentó a un mundo húmedo y branquial que explica muchos misterios. La mayoría de la gente no se ha dado cuenta, pero las Baleares son un archipiélago sumergido que por una extraña conjunción de factores nos permite una razonable respiración extrapulmonar a los humanos corrientes, y también a los turistas. Los aviones que supuestamente aterrizan en Son Sant Joan son en realidad submarinos que arriban a un fondo marino atestado de taxis acuáticos. Obviamente, esa vida líquida impide toda curación de carnes y grasas. Aquí el jamón es una quimera, un mito. La única forma humana y divina de insuflar vida al cerdo oscuro es introducir todas sus carnes y grasas en la bolsa amniótica de su propia visceralidad. Lo mejor, y lo peor, del animal sagrado se concentra en esos volúmenes voluptuosos. El pernicioso trabajo de la humedad jamás descansa, y a menudo el contenido pastoso deriva hacia un sabor antiguo y rancio. De esas dificultades surge la maravilla de unir en una greixonera ceremonial la sobrasada malograda y la miel perfecta (o el azúcar proscrito, o el chocolate). De ahí a la ensaimada con sobrasada y albaricoques de Porreres que despachan en Can Pomar hay un pequeño paso, cercano en trascendencia al de Neil Amstrong en nuestra querida luna de cartón piedra.
La relación con la sobrasada es de estricta cercanía, casi íntima. Su divinidad emerge distinta pero igual en cada casa, en cada cuarterada, encarnación fecunda de los dioses lares que custodiaban los hogares romanos. Campos del Puerto es mi vecindad infinita en la isla (ese sur cada vez más lejano que contempla con nostalgia Maria Solivellas desde las alturas de Caimari). Asombra la multiplicidad de matices en tesoros tan próximos entre sí, desde la suavidad delicada de la que sirve el gran Tomeu en Sa Canova, al rigor varonil de la que elabora la carnicería Can Beques, la untuosidad arenosa y caliente del llonguet de Ses Voltes, o la maravilla de humo y amor del pa amb oli perdido que Adolfo perpetraba en las brasas de la Taberna Sant Julià, que ya es eterno porque ya no existe. Un poco más lejos, en S’Horta, las buenas gentes de Sa Farinera también ofrecen una maravilla ligeramente ácida descompuesta por el calor de las llamas, pero el suyo es el reino del botifarró, y el botifarró exige su propio tiempo y su espacio propio.
Xesc, persuadido de que los viejos rituales, la antigua ortodoxia de los sacerdotes de la carne muerta, detenían y opacaban la luminosa divinidad del gorrino ideal, inició la creación de una espiritualidad nueva y herética a la busca de la verdad que habita esas entrañas.
Para lograrlo tuvo que llegar desde otros paisajes y otros animales, con la mirada distante del apóstata, y edificar una nueva teología porcina, una nueva fe que nos ha traído una nueva esperanza. Esa misma distancia es la que inspira a los hermanos de Sagás, en el lejanísimo Bergadá, a crear una pasta achorizada tan excelsa que confunde a los que como yo tenemos el alma empadronada en la isla de la fantasía.
No hay creatividad sin conocimiento, sin temor reverencial a las leyes. Valiente es quien es consciente de lo que transgrede, justamente porque lo venera.
Quizá no debería escribir aquí la noticia jubilosa de los éxitos de Xesc en su búsqueda de la misteriosa sustancia divina de una criatura perfecta. Nunca fueron las palabras capaces de explicar lo inefable.
Apenas puedo animar a comprobar, desde la soledad que nos constituye como especie, lo lejos que Xesc ha llegado en el arduo camino de extraer la bendita gloria de entre las grasas y las carnes de animales que nos siguen regalando sus vidas, en un ciclo de sacrificio infinito, para nuestra salvación.
Que así sea.