De Enigma al Frankfurt Pedralbes

Opinión

Envidio a Jon Sarabia. No sólo por su capacidad para editar hermosos y necesarios libros de gastronomía, también por la vida que ha sabido construir alrededor de su oficio.

El otro día me envió un mensaje que constataba esa existencia perfecta. Eran apenas tres fotos y un breve texto. Las imágenes mostraban detalles de una nueva semana de gloria: la carretera que llega a Axpe, la servilleta de Enigma, y el rótulo inconfundible del Frankfurt Pedralbes. Y sólo tres palabras: miércoles, jueves, viernes.

En efecto, esa emoción que algunos buscamos puede ser hallada en la brasa sentimental y milimétrica de Etxebarri, o en la brujería técnica de Enigma, pero también en una cervela con cebolla frita y mostaza engullida de pie y con urgencia en la barra más veloz de Barcelona.

Es precisamente en la intersección entre el tartar de chorizo fresco de Bittor Arginzoniz, el foie transformado en anchoa por la prestidigitación de Albert Adrià, y un Krakosky, donde se hace evidente el secreto de la descomunal altura de nuestra gastronomía.

FOTO ALEX GARCIA EL CHEF ALBERT ADRIA CON SU EQUIPO DEL RESTAURANTE ENIGMA 2025/03/06

El chef Albert Adrià con su equipo en el restaurante Enigma 

Àlex Garcia

Y son precisamente los paladares educados en la demente excelencia de nuestros chefs más audaces los que son más capaces de valorar la increíble variedad de tonos de una gastronomía que no tiene parangón en el mundo conocido. Como el viajero frecuente vislumbra con mayor nitidez la maravillosa incomprensibilidad del universo.

En estos tiempos de simplificación populista y dictatorial, que pretenden reducirlo todo a cuatro verdades indiscutibles, es una lección fundamental abrirse a la complejidad del mundo dejándose asombrar por lo paradójico, admitiendo la inevitable presencia del misterio, sin formar partidos excluyentes: pasar del “o estás conmigo, o estás contra mí”, a ser conscientes de que todos chapoteamos en una misma sopa espesa a la que damos sabor y color con nuestros cuerpos.

Lee también

Cuando pensamos en por qué ocurrió lo que ocurrió en Cala Montjoi hace treinta años no podemos olvidar que Ferran Adrià nació y creció en Hospitalet, en los márgenes de la ciudad, allá donde se encuentran las suturas que encajan los fragmentos dispersos. No podemos olvidar que su sueño fue el fútbol. No podemos olvidar que aprendió a cocinar en hoteles de playa abarrotados de turistas a la busca del tópico, y en cuarteles de la Armada. Ese fundamento popular e ignorante de la alquimia aristocrática que nos impuso Francia, esa riqueza inigualable, alimentó la furia que regaló al mundo la libertad de pensar para cocinar lo que uno quiera, con la perfección de esa chistorra chorreante que, en tres gestos perfectos, como un nigiri de Jiro, es entregada con rudeza delicada en las manos de un hambriento.

El propio Ferran, hace unos meses, tras un viaje a Galicia, explicaba asombrado la increíble coincidencia de disponer en apenas 5 kilómetros de la poesía milimétrica y atlántica de Culler de Pau, que ostenta dos estrellas Michelin a todas luces escasas, y de la verdad simple y hermosa de D’Berto, el santuario pagano del mar gallego (que rescataron de su dulce y selecto anonimato Borja Beneyto y Carlos Mateos en su imprescindible Templos del producto, biblia de una mirada a la profundidad de lo que somos.)

A Ferran Adrià, poco sospechoso de no estar al tanto de lo que ocurre en el mundo de lo comestible, le parece inaudito, único, impagable, que esos dos mundos de perfección tan esencialmente opuestos, pero tan magníficos, coincidan en un pequeño rincón del norte de un país que insiste tozudamente en no presumir de su riqueza.

Hace unos años le escribí un mensaje al gran Antonio Hernández Rodicio, a propósito de uno de sus estupendos textos publicados en El Goloso en llamas, imprescindible suministrador de lucidez gastronómica. Antonio contaba la historia del bar Yebra, referencia del tapeo sevillano, abierto en 1951 por un mozo de Rábano de Sanabria (Zamora), que hace cuatro años, y tras la insistencia testaruda y oriental de un tal Miyake Shigeyuki, transportó sus maneras y sus recetas a Tokio. Yo le escribí insistiendo en mis obsesiones acerca de lo que nos cuesta explicarle al mundo lo bien que comemos aquí, tanto que tiene que venir un japonés a secuestrarnos, y defendiendo como suelo hacer a los protagonistas de la revolución. Él no quiso rebatirme, pero sí puntualizó algo que viene a cuento: “Creo, modestamente, que lo que de verdad distingue a España de otros países es la poderosa clase media de restaurantes que tenemos. Llamo clase media a esos que están entre el cero estrellas y una estrella. Esos restaurantes donde lo hacen todo bien. Manejan buen producto de temporada, hay elaboraciones que van un poco más allá de lo tradicional, con buen servicio de sala, intención, coherencia, y una bodega sostenible tanto en calidad como en representatividad y precios”. Y concluía: “Para mí la clase media son también esas honradas casas de comidas. Donde el magisterio predomina frente a la creatividad. Pero que representan una continuidad extraordinariamente necesaria respecto a una forma muy española de entender los fogones”. Ruego a Antonio me disculpe la osadía de dar publicidad a sus palabras, que guardé para no olvidar su lección, y que las fotos de Jon Sarabia han rescatado. Pero es que es eso, es precisamente eso.

Lee también

El Palau de la Música entona un “Catalunya, la millor cuina del món”

Cristina Jolonch
Los cocineros catalanes más innovadores e internacionales y aquellos que defienden en su día a día el recetario tradicional, desde Ferran Adrià a Joan Roca, Fina Puigdevall, los socios del Disfrutar, Carme Ruscalleda, los hermanos Torres, Nandu Jubany, Carles Gaig o Eli Ferrero, entre un amplio grupo, compartieron ayer el escenario del Palau de la Música Catalana, que fue llenándose de chaquetillas blancas. Pronto irían apareciendo también jefes de sala, sumilleres, pequeños productores o una notable representación de bodegueros y bodegueras.

El mismo país que en los años sesenta robó unas salchichas hervidas y las reinventó en una plancha aceitosa para alimentar a estudiantes y a facinerosos y a eruditos del comer, tenía que ser el que alumbrase en los arrabales al iluminado que llevó la gastronomía universal al siguiente nivel.

Los tenemos al lado. Quizá por eso nos parece normal. Pero no lo es.

Etiquetas
Mostrar comentarios
Cargando siguiente contenido...