¿Es ya ocho de enero?

Opinión 

¿Es ya ocho de enero?
News Correspondent

Había algo especial en las navidades cortas, en la celebración concentrada en unas pocas fechas.

Recuerdo la cocina de mis abuelos durante la tarde de los 24 de diciembre. Habían deshuesado una gallina y, con más voluntad que experiencia, se empeñaban en rellenarla. Había un despliegue festivo: alguien elaboraba la farsa, mi madre, tal vez alguna de mis tías, preparaban aguja y cordel para coser el animal, una vez que la mezcla estuviese asentada en su interior. Todo eran bromas ante la falta de pericia.

En el salón, la sobremesa se alargaba alrededor de cafés que, llegada una hora desaparecían para ser sustituidos por brindis. Los niños corríamos por el pasillo, de un lado a otro. Un par de días antes, si coincidía en fin de semana, habíamos estado montando el árbol, subiendo y bajando cajas de decoración del desván. Quizás, incluso, habíamos ido a buscar musgo natural para el Belén. Las clases terminaban el alrededor del 21. Todo esto que cuento ocurría, a continuación, en apenas tres días. Apenas había tiempo para anticipación: terminabas las clases, traías el boletín de las notas, se decoraba la casa y, de pronto, era nochebuena.

Este año vi el primer stand de turrones en un supermercado el 1 de octubre. Llevamos dos meses de panettones y mazapanes en los lineales; semanas inmersos en un continuo de celebraciones y consumo, Halloween-Difuntos-Black Friday-puente de diciembre, que parece no tener fin y que, a poco que nos descuidemos, nos va a llevar hasta el día del padre sin tiempo apenas para haber soltado el último mantecado; una sucesión de panellets, huesos de santo, buñuelos, turrones, alfajores y roscones que a punto está de enganchar, por el otro lado, con los dulces de carnaval y a continuación las torrijas en un bucle dulce e interminable que, siento ser aguafiestas, a mí, personalmente, se me hace aburridísimo.

Creo que no soy el único que llega a estas fechas hastiado. Y por delante tenemos, aún, las cenas de empresa, quizás el amigo invisible -qué necesidad habrá- los brindis con amigos. Y sólo después, el arranque de las fiestas. El de verdad, digo. En los últimos años no es que llegue al 6 de enero cansado de tanta pandereta y tanto exceso, es que llego pidiendo clemencia.

Comento todo esto no por mi poca afición a la navidad, que a estas alturas creo que resulta evidente y que supongo que no le importa a casi nadie, sino por la sensación de oportunidad perdida, gastronómicamente hablando. Porque la navidad y el fin de año llegan en un momento muy especial en cuanto a producto: pescados de invierno, mariscos en su plenitud, verduras -cardos, coliflores, alcachofas, coles, grelos, tagarninas- tersas, jugosas; setas, quizás aún caza.

Ante esa panoplia es fácil dejarse llevar, aunque no sea necesario hacer un gasto desmedido para preparar algo especial. Es navidad, dirá alguien. Yo, personalmente, prefiero centrarme en algo de precio más contenido: los últimos años he ido a la carnicería del barrio a comprar una gallina criada en libertad, un animal de proporciones que poco tienen que ver con lo que se encuentra habitualmente en el supermercado, de esos que necesitan una cocina demorada y que me parece, este sí, un auténtico lujo.

Para mí va de eso, de dedicar dos días a cocinar: ir a la compra, quizás, a la vuelta, parar y hacer el aperitivo. Buscar la tienda en la que encuentro la verdura que necesito, planificar la logística, seleccionar un buen producto y una receta que lo arrope. Preparar una playlist acorde con mi ánimo para el día siguiente.

Salir, a la mañana siguiente, a la panadería. Y cocinar, luego, sin prisa. Repartiendo bebidas mientras los caldos se van haciendo. Escuchando música mientras pico los ingredientes del sofrito, dejando la cazuela al chupchup. Volviendo a ella de vez en cuando para añadir un chorrito de amontillado, si hace falta, un poco para la gallina y -hoy sí- otro poco para el cocinero. Para mí es esto: el ritual, la ausencia de prisas, la cocina como centro, aunque sea por unas horas, de la casa y del mundo.

Gato Navidad

Un gato escondido en el árbol de Navidad 

Getty Images/iStockphoto

Cortamos los dulces. Alguien entra en la cocina y se lleva poco disimuladamente un trozo de turrón. Pelo las patatas, aún calientes, para el puré. En la encimera espera una escarola, crujiente, hermosa, que será lo último que prepare. Volteo los trozos del ave en su salsa, que va reduciendo muy poco a poco. Al final, ya en un cazo aparte, una nuez de mantequilla para darle lustre antes de pasarla a la salsera en la que irá a la mesa.

Limpio verduras, que van a ir al horno. Coles de bruselas, chalotas, zanahorias. Un último paseo antes de cenar, una parada en el bar del barrio. Luego, ya de vuelta, preparo el pan, el aliño de la ensalada; ponemos la mesa. Disfruto de momento puntuales, como ese, porque son, eso, fugaces; porque se hacen esperar y se repiten poco. Tener este ritual a diario, o todas las semanas, sería, al menos para mí, insoportable. Lo disfruto porque es excepcional. Y esa es la sensación que pierdo con cada tableta rellena de chocolate Dubai que veo desde hace semanas, cada vez que voy a comprar ajos, quizás cuando ahí fuera aún hacía 25 grados y que disuelve el sentido de la temporalidad y la sensación de excepción, banalizándolo todo.

Disfruto este momento por los ritmos, por la espera. También por el regreso de productos a los que no vuelvo, al menos habitualmente, a lo largo del año. Lo disfruto como disfrutaba cada año la llegada de la temporada de la lamprea, que, visto el ritmo al que disminuyen las capturas, no sé si volveré a probar. O la de los guisantes. En navidad acompañaba a mi abuela al mercado y me impresionaban los conejos, colgados boca abajo, y las perdices en los puestos. Las coliflores, turgentes, con hojas enormes y tiesas. Ahora voy a la frutería del barrio y disfruto del bodegón, efímero también, casi barroco, de estos días.

Todo eso, lamentablemente, se va difuminando cuando se alarga el calendario festivo, cuando es posible, ya en pleno otoño, salir a comprar turrón de mojito al tiempo que los últimos tomates de verano y, quizás, aún algún bonito del final de la costera. Cuando la excepción se convierte en cotidiana, deja de ser una singularidad y se convierte en una rutina que lo convierte todo en previsible, tedioso y perenne.

Feliz navidad, en cualquier caso, a quien la celebre. A quien la sienta como algo propio, religioso o no. A quien vuelva a casa, a quien salga de viaje, a quien pueda librarse por unos días de sus ocupaciones cotidianas y dedicarse a eso tan necesario de no hacer nada más que lo que le apetezca durante unos días. Que cada uno la celebre de la manera que quiera.

La mía es esta: cocinar, disfrutar del producto de temporada y quejarme, al menos un poco, hasta ese 8 de enero que no llega.

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